martes, 23 de marzo de 2010

Estilo Bonzo (VIII)

Sigo avanzando, muy despacio. Estoy a unos cuatro metros de él.


-Así es, Mandrake.


-Es evidente que, por motivos que soy incapaz de imaginar, la señorita Ivette todavía conserva cierta estima hacia ti. No obstante, desgraciadamente para ella, y afortunadamente para mí, su capacidad de elección está seriamente limitada en este asunto, merced a cierta información sobre su pasado que yo poseo y que, en caso de sucederme cualquier tipo de desafortunado incidente, también estará a disposición de las autoridades federales. Por no hablar de cierta red de negocios dedicada a facilitar determinados servicios ajenos a Ley y el decoro a algunos clientes acaudalados.


Estoy a tres metros.


Ivette se pone en pie, con las piernas temblorosas.


-Francis, no.


-Me temo, amigo mío, que la pequeña Dorothy se dejó más de un asunto espinoso sin resolver cuando salió de Kansas a recorrer el mundo.


Dos metros. Desde aquí, puedo contemplar el interior del cañón de su revolver. Al fondo me parece ver angelitos rubios.


Escucho a Ivette, a mi espalda.


-Todas las cosas que te dije eran ciertas, Bonzo, hasta las que no eran verdad.


Estoy escasamente a un metro de la punta del cañón. No voy a conseguirlo. Antes siquiera de dar un paso más, mi cabeza se habrá convertido en arte abstracto.


-Está todo bien, muñeca. Está todo bien.


Mandrake me lanza un cigarrillo sin dejar de apuntarme. Lo cojo en el aire.


-¿Quieres fuego, Bonzo?


Entra una suave brisa a través de la puerta de la carpa. Me llevo el cigarrillo a los labios. Es una buena noche para morir.


-Por favor –digo.


Vamos allá.

Estilo Bonzo (IX)

Suena un disparo, y salto hacia delante. Caigo sobre Mandrake, le sujeto, trato de arrebatarle el revólver. Lo logro con facilidad. Con demasiada facilidad. Durante un breve instante llego a creer que es otro de sus trucos, pero me doy cuenta de que no se mueve en absoluto. Está muerto. Me miro, me toco. Todo parece estar en el mismo estado deplorable que antes. Sigo vivo.


Entonces me giro y veo a Ivette tras una cortina de humo azulado.


Me incorporo con la agilidad de un mueble de cocina. Ivette deja caer el revólver a sus pies. Me acerco a ella. Está tiritando. Me mira con ojos que son dos condenas. Quizá sería apropiado abrazarla.


-¿Qué vamos a hacer ahora, Bonzo? –pregunta.


-No lo sé, nena –respondo-. ¿Sabes algo de ovejas? ¡No, en la cara no!


¡Auch! Mierda.


Mi nariz.



Kepa Hernando

viernes, 12 de marzo de 2010

Adiós, Maestro

"y (el señorito de la Jara) alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque ya se sentía al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y arrastrando la herrada por el patio de guijos, y, de este modo, iban transcurriendo las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al ponerse el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al búho y salía con él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su antebrazo, oteaba los alrededores y, conforme oscurecía, levantaba un vuelo blando y silencioso y volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un pinz´ñon y allí mismo, junto al Azarías, devoraba su presa, mientras él le rascaba entre las orejas, y escuchaba los latidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Ángela, apareándose también, y, de cuando en cuando, le decía,
la zorra anda alta, milana, ¿oyes?,
y el búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora ya no, pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, nos e volvieron a oír, y, a cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran Duque, en tales casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el Azarías venga de reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba con voz empañada,
¿estás cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo"

Fragmento del libro primero de "Los Santos Inocentes", Miguel Delibes (1920-2010)

miércoles, 3 de marzo de 2010

Gracias, Willy (II)

Ahí, arreglándolo.

La esencia de la democracia, querido Willy, y donde reside parte de su belleza, es el derecho a discrepar. Incluso a defender lo indefendible, como sin duda estás pudiendo comprobar. Es lo que tienen dos conceptos tan odiosos como los de libertad de expresión y de asociación.

Pero, si no te gustan, si prefieres otra cosa, puedes predicar con el ejemplo. Censúrate a ti mismo. Por ser coherente con tus ideales, digo. En Cuba ya lo habrían hecho por criticar la política gubernamental. Como mínimo. Nadie te lo impide. Es más, muchos te apoyarían con entusiasmo.

El problema de lanzar tus palabras al viento, Willy, es que el viento puede devolvértelas.

Todo esto me lleva a otra reflexión. Me llama la atención que, cuando determinados actores y músicos famosos hacen manifestaciones públicas, se les presta una especial atención, como si sus opiniones sobre lo divino y lo humano tuvieran una relevancia superior a las de otros colectivos. “El mundo de la cultura se pronuncia”, dicen los telediarios. Conozco a varios actores. Salvo honrosas excepciones, no les considero intelectualmente más dotados ni mejor informados que la media. La mayoría no tienen estudios superiores, y muchos no cogerían un periódico ni para envolver el pescado. No digamos ya un periódico considerado “de derechas”, así sea para contrastar información. Y sin embargo, su opinión merece mayor atención que las de asociaciones de juristas, sociólogos, economistas, etc. Los actores son buenos en lo suyo. Es decir, en actuar. De igual modo, los músicos, por lo general, entienden de música. Atribuirles una especial autoridad en otros ámbitos es caer en la idolatría.

Moraleja: dale un altavoz a un necio, y al final acabará por usarlo.

Viva Cuba. A ser posible, libre.

jueves, 25 de febrero de 2010

A propósito de Zapata




Mmmm... Esto... No es por nada, pero, ¿dónde están las pancartas? No las veo por ninguna parte. ¿Y los actores? ¿Los músicos? ¿Dónde estáis, defensores de la Libertad? Lo siento, amigo Zapata, supongo que tuviste la desgracia de abanderar una causa muy poco cool. Y, luego, que tu rostro no da mucho juego en las camisetas. Al lado de las del Che, no hay color.

O, dicho de otro modo: ¿Quién necesita tener ideas, cuando puede tener una ideología?

Hasta la victoria siempre, y eso. Hay que joderse.

viernes, 19 de febrero de 2010

Cuando nosotros

Nosotros. Nosotros en la habitación, desnudos. Rojos, primitivos y refulgentes. Sucios, salvajes y hambrientos. Náufragos en una balsa de paredes naranjas. Ojos que hablan de mundos olvidados, pieles que hablan de batallas perdidas. Un mensaje de reconocimiento mutuo expresado sin palabras. Nos dijimos que contaríamos nuestra historia, y así lo hacemos.

Principios de agosto. He acudido con un amigo a un concierto en la Plaza de Santa Ana, y me encuentro en un estado francamente mejorable. Por motivos que no vienen al caso, la noche anterior apenas pude dormir, pero aun así me he dejado arrastrar hasta aquí. De mí pueden decirse muchas cosas y casi todas con razón, pero, entre ellas, no que sea un tío difícil de convencer para cualquier plan que incluya música y unas cañas. Me cruzo con algunos rostros conocidos, algunos olvidables, otros no. Me echo unas cuantas cervezas y me fumo algún canuto, pero mi ánimo ensombrecido ha terminado por resultarme confortable, y ni todas las drogas del mundo podrían sacarme de esa obstinada tristeza. Es uno de esos días en los que a uno le parece observar el mundo desde el interior de una pecera. No espero nada de esta noche. Cuando el último grupo termina de tocar le anuncio a mi amigo que me voy. Él tampoco derrocha entusiasmo, así que acordamos terminar nuestras cervezas y escabullirnos para aguardar tiempos mejores en nuestros cubiles. Entonces apareces de la nada. Unos ojos verdes, verdes como el Océano Índico, mirándome fijamente a mí, en medio de un mar de personas, bailando como si el mundo entero fuera la pista. Incrédulo, echo un vistazo alrededor para localizar al afortunado destinatario de tu atención, pero no, soy yo, sin duda. Sin ninguna duda. Una mirada turbia, insolente, a bocajarro. Tú.

-Tú –dices, acusándome con el dedo.

-¿Sí? –pregunto.

-Me gustas.

Te miro de arriba abajo sin disimulo.

-Tú a mí también.

Te acercas.

-¿Nos vamos?

Ni lo pienso.

-Claro. ¿A dónde?

-¿A tu casa?

-Vale.

Y nos largamos ante la mirada atónita de mi compadre.

-R., si no vuelvo en dos días avisa a la Policía. Puedes quedarte con mi cerveza.

No creo que mi amigo acierte a responder nada, aunque tampoco espero a comprobarlo. Sonreímos extraño y cómplice mientras esperamos un taxi, apenas pronunciamos palabra. Entramos al vehículo, me juego el hígado a que el taxista nunca olvidará ese día. El coche circula en llamas, cruzando la cuidad como un camión de reparto de hormonas. Llegamos. Subimos las escaleras aferrados de la cintura como intentando aprehender un sueño. Abrimos la puerta y hacemos una visita de tres segundos a la casa, el tiempo que tardan dos cuerpos entrelazados en recorrer el espacio desde la entrada hasta el dormitorio. A media luz nos arrancamos la ropa ceremoniosamente y nos sumergimos el uno en el otro, profesionales en naufragios, y nos conocemos como si ya nos conociéramos.

El primer polvo es implacable. Nos atravesamos, nos exploramos, nos transitamos, nos absorbemos, nos diseccionamos. No hay límites, nos conocemos. Retenemos detalles en medio de la vorágine: los dibujos de nuestra piel, los apéndices vulnerados, la llamada detrás de los ojos, las cicatrices físicas y las líneas de sacrificio, los pecados arrastrados, las entrañas al descubierto. Todo a la vista es nuestro. Nuestros sexos son nuestros, nos conocemos.

Follamos con ansia homicida entre un silencio de hermanos. No sabemos quienes somos, pero no importa, somos nosotros. Nos conocemos. Todo lo que sucede en el mundo sucede en nosotros ahora. Follamos con plena conciencia, nos pegamos un tremendo polvo kamikaze. Podríamos estar así eternamente, pero queremos ver que hay después.

Nos despegamos al cabo, exhaustos y victoriosos, y nos observamos desde los extremos de la balsa.

Tú.

Tú.

-¿Te apetece un porrito?

Claro que nos apetece, decimos con esa sonrisa temible. Es hora de saber quienes somos, de revelar nuestros nombres.

-Hola, M.

-Hola, K.

Encantados de conocernos, sinceramente.

¿Somos de aquí? En parte sí, en parte no. Hemos quemado muchos calcetines. Indonesia, Portugal, Estados Unidos, Australia, Grecia, Londres, África, Madrid, Panamá, Nicaragua, Numancia… hemos estado en muchos lugares, hemos visto muchas cosas, hemos dilapidado muchos tesoros. Nos conocemos. Tenemos tantas cosas que mostrar, tantas cosas que aprender…

-¿Quieres beber algo?

No es que queramos, es que necesitamos hacerlo so pena de morir consumidos.

Nos miramos con indulgencia: nos conocemos. Realmente es un placer conocernos. No esperábamos esto, no esta noche. Eso lo hace aún más precioso.

¿Qué hora es? ¿Tanto tiempo hemos estado? La noche vuela, pero nosotros más. Follamos de nuevo, esta vez como hermanos que se reencuentran, así. Estamos solos, pero hoy no. Esta vez es territorio conocido, y por eso no hay temor. Tampoco lo hubo antes, en realidad, pero ahora nos manejamos con la seguridad de los reincidentes, gozando de una impunidad manifiesta. Todo a la vista es nuestro, nos conocemos. No hay oquedad a la que nuestras lenguas no puedan acceder ni santuario que no podamos profanar. No hay diferencia, todo es nosotros. Somos de la misma especie, nos mueve el mismo ansia, escapamos de lo mismo. Sabemos lo que otros no saben. También sabemos cómo terminará esto. Somos sanguijuelas retroalimentándose. Nos conocemos.

Amanece. A la luz del día somos paisajes distintos, más agrestes, más malditos. Abrazados, nos quedamos dormidos.

Nos reconocemos de vez en cuando entre medias de los sueños. ¿Quiénes somos? Somos nosotros. Ah. Todo está bien.

Volvemos sobre nuestros pasos.

-¿Ese tatuaje?

Nos lo hizo un maorí en Nueva Zelanda.

-¿Y ese?

Es un casco hoplita, recuerdo de una vida pasada, cuando fuimos héroes.

-¿Y esas cicatrices?

-¿Qué cicatrices?

No volveremos a preguntar.

-Quizá podríamos comer algo.

-Sí, quizá deberíamos.

Dios salve a Telepizza. Un golpe de aire viciado sacude el cabello del repartidor cuando le abrimos la puerta, nuestro olor a polvazo le salta a la cara como una manada de tigres. Su expresión de estupor y de envidia es hilarante. La humanidad está ahí para servirnos, somos sus niños consentidos y ociosos. Devoramos la pieza sobre la cama entre risas y música. Que no pare la música, eso es esencial. Luego un vacío. El sentido común nos dicta que es hora de despedirse, que así, ahora, es como deben terminar estas cosas. Pero nos conocemos.

-¿Otro porrito?

Claro que sí. Pa qué preguntamos. No queremos salir de aquí. Si alguna vez hubo un mundo ahí fuera ya lo comprobaremos más tarde. Ahora solo queremos estar así, estar así siempre. Nuestras manos recorren nuestras espaldas, nuestros labios besan nuestras nalgas, nuestros dedos juguetean entre nuestras piernas, nuestros dientes mordisquean nuestras nucas. Gozamos contemplando lo que es nuestro. Nos recordamos a otras, a otros. Somos lo mismo pero somos especiales, como todos. Somos hermosos, a nuestra manera.

-¿Una ducha?

Para qué, si la cama seguirá rezumando y apestando, pero vale, suena divertido. Además, casi no lo hemos hecho de pie todavía. Jugamos. Nos enjabonamos. Niños grandes jugando a que juegan, pero nuestros ojos cuentan que hemos muerto demasiadas veces.

Ardemos bajo el agua tibia. Nos lavamos y nos ungimos. Regresamos chorreantes y lúbricos a la balsa. Vernos así, recién duchados, nos hace recordar muchas cosas que no pasarán, despertares juntos que nunca sucederán, misterios que no compartiremos, claves que no inventaremos, rituales que jamás se instaurarán. Podría ser, pero no será. Nos conocemos.

Cae la tarde. Ninguno de los dos queremos reconocerlo, pero vamos a por el récord. Lo hacemos de nuevo, ora repasando las maneras que más nos gustaron antes, ora creando otras nuevas. Si los vecinos todavía no han derribado la puerta es que no lo harán nunca. Nos gusta nuestro pene, nos gustan nuestros pechos, nuestros culos nos vuelven locos. Lo hacemos como ha de hacerse.

Otro porro, merecidísimo. Hablamos. Preguntamos. Contamos cosas dolorosas de recordar, aunque ya no tanto, apenas un leve escozor. Lentamente el afecto va desplazando a la lascivia. Somos tan de aquí, y sin embargo tan de ninguna parte... Nuestra casa es el viento, normal que no nos hubiéramos conocido antes. Empiezan a asomar a nuestros labios promesas que no cumpliremos, niños que ahogaremos antes de que nazcan. Lo sabemos, pero es bonito imaginar. El reparto de los papeles comienza a definirse, ya sospechamos a quién le va tocar pagar la ronda esta vez. Pero aún estamos aquí, todavía somos nosotros.

Anochece.

-Quédate a dormir.

Qué carajo, pensamos. Total… Ya haremos cuentas mañana.

Fumamos como nos gusta, como sultanes de un reino otomano, y por suerte hay provisión de cervezas. Los vampiros se reconocen en la noche. La vida debería ser esto. Mejor dicho: la vida es esto. Mañana empezará otra vida.

La noche es eterna, en sueños caminamos juntos como gatos por los tejados.

No obstante amanece, como siempre ocurre. El despertar es diferente.

Es el final de un largo saludo y el principio de una despedida. Despertamos dentro del otro, follamos de nuevo con prematura nostalgia, despacio, demorando el final, pues sabemos. Nos conocemos.

Aún desayunaremos juntos, nos daremos nuestros teléfonos y eso, pero tú ya serás tú y yo seré yo.

Volveré a verte una vez más, aunque no será lo mismo.

Algún día debería devolverte tu Mp3, lo sé. Pero, en fin, ya sabes.

Nos conocemos.

Kepa Hernando