Nosotros. Nosotros en la habitación, desnudos. Rojos, primitivos y refulgentes. Sucios, salvajes y hambrientos. Náufragos en una balsa de paredes naranjas. Ojos que hablan de mundos olvidados, pieles que hablan de batallas perdidas. Un mensaje de reconocimiento mutuo expresado sin palabras. Nos dijimos que contaríamos nuestra historia, y así lo hacemos.
Principios de agosto. He acudido con un amigo a un concierto en
-Tú –dices, acusándome con el dedo.
-¿Sí? –pregunto.
-Me gustas.
Te miro de arriba abajo sin disimulo.
-Tú a mí también.
Te acercas.
-¿Nos vamos?
Ni lo pienso.
-Claro. ¿A dónde?
-¿A tu casa?
-Vale.
Y nos largamos ante la mirada atónita de mi compadre.
-R., si no vuelvo en dos días avisa a
No creo que mi amigo acierte a responder nada, aunque tampoco espero a comprobarlo. Sonreímos extraño y cómplice mientras esperamos un taxi, apenas pronunciamos palabra. Entramos al vehículo, me juego el hígado a que el taxista nunca olvidará ese día. El coche circula en llamas, cruzando la cuidad como un camión de reparto de hormonas. Llegamos. Subimos las escaleras aferrados de la cintura como intentando aprehender un sueño. Abrimos la puerta y hacemos una visita de tres segundos a la casa, el tiempo que tardan dos cuerpos entrelazados en recorrer el espacio desde la entrada hasta el dormitorio. A media luz nos arrancamos la ropa ceremoniosamente y nos sumergimos el uno en el otro, profesionales en naufragios, y nos conocemos como si ya nos conociéramos.
El primer polvo es implacable. Nos atravesamos, nos exploramos, nos transitamos, nos absorbemos, nos diseccionamos. No hay límites, nos conocemos. Retenemos detalles en medio de la vorágine: los dibujos de nuestra piel, los apéndices vulnerados, la llamada detrás de los ojos, las cicatrices físicas y las líneas de sacrificio, los pecados arrastrados, las entrañas al descubierto. Todo a la vista es nuestro. Nuestros sexos son nuestros, nos conocemos.
Follamos con ansia homicida entre un silencio de hermanos. No sabemos quienes somos, pero no importa, somos nosotros. Nos conocemos. Todo lo que sucede en el mundo sucede en nosotros ahora. Follamos con plena conciencia, nos pegamos un tremendo polvo kamikaze. Podríamos estar así eternamente, pero queremos ver que hay después.
Nos despegamos al cabo, exhaustos y victoriosos, y nos observamos desde los extremos de la balsa.
Tú.
Tú.
-¿Te apetece un porrito?
Claro que nos apetece, decimos con esa sonrisa temible. Es hora de saber quienes somos, de revelar nuestros nombres.
-Hola, M.
-Hola, K.
Encantados de conocernos, sinceramente.
¿Somos de aquí? En parte sí, en parte no. Hemos quemado muchos calcetines. Indonesia, Portugal, Estados Unidos, Australia, Grecia, Londres, África, Madrid, Panamá, Nicaragua, Numancia… hemos estado en muchos lugares, hemos visto muchas cosas, hemos dilapidado muchos tesoros. Nos conocemos. Tenemos tantas cosas que mostrar, tantas cosas que aprender…
-¿Quieres beber algo?
No es que queramos, es que necesitamos hacerlo so pena de morir consumidos.
Nos miramos con indulgencia: nos conocemos. Realmente es un placer conocernos. No esperábamos esto, no esta noche. Eso lo hace aún más precioso.
¿Qué hora es? ¿Tanto tiempo hemos estado? La noche vuela, pero nosotros más. Follamos de nuevo, esta vez como hermanos que se reencuentran, así. Estamos solos, pero hoy no. Esta vez es territorio conocido, y por eso no hay temor. Tampoco lo hubo antes, en realidad, pero ahora nos manejamos con la seguridad de los reincidentes, gozando de una impunidad manifiesta. Todo a la vista es nuestro, nos conocemos. No hay oquedad a la que nuestras lenguas no puedan acceder ni santuario que no podamos profanar. No hay diferencia, todo es nosotros. Somos de la misma especie, nos mueve el mismo ansia, escapamos de lo mismo. Sabemos lo que otros no saben. También sabemos cómo terminará esto. Somos sanguijuelas retroalimentándose. Nos conocemos.
Amanece. A la luz del día somos paisajes distintos, más agrestes, más malditos. Abrazados, nos quedamos dormidos.
Nos reconocemos de vez en cuando entre medias de los sueños. ¿Quiénes somos? Somos nosotros. Ah. Todo está bien.
Volvemos sobre nuestros pasos.
-¿Ese tatuaje?
Nos lo hizo un maorí en Nueva Zelanda.
-¿Y ese?
Es un casco hoplita, recuerdo de una vida pasada, cuando fuimos héroes.
-¿Y esas cicatrices?
-¿Qué cicatrices?
No volveremos a preguntar.
-Quizá podríamos comer algo.
-Sí, quizá deberíamos.
Dios salve a Telepizza. Un golpe de aire viciado sacude el cabello del repartidor cuando le abrimos la puerta, nuestro olor a polvazo le salta a la cara como una manada de tigres. Su expresión de estupor y de envidia es hilarante. La humanidad está ahí para servirnos, somos sus niños consentidos y ociosos. Devoramos la pieza sobre la cama entre risas y música. Que no pare la música, eso es esencial. Luego un vacío. El sentido común nos dicta que es hora de despedirse, que así, ahora, es como deben terminar estas cosas. Pero nos conocemos.
-¿Otro porrito?
Claro que sí. Pa qué preguntamos. No queremos salir de aquí. Si alguna vez hubo un mundo ahí fuera ya lo comprobaremos más tarde. Ahora solo queremos estar así, estar así siempre. Nuestras manos recorren nuestras espaldas, nuestros labios besan nuestras nalgas, nuestros dedos juguetean entre nuestras piernas, nuestros dientes mordisquean nuestras nucas. Gozamos contemplando lo que es nuestro. Nos recordamos a otras, a otros. Somos lo mismo pero somos especiales, como todos. Somos hermosos, a nuestra manera.
-¿Una ducha?
Para qué, si la cama seguirá rezumando y apestando, pero vale, suena divertido. Además, casi no lo hemos hecho de pie todavía. Jugamos. Nos enjabonamos. Niños grandes jugando a que juegan, pero nuestros ojos cuentan que hemos muerto demasiadas veces.
Ardemos bajo el agua tibia. Nos lavamos y nos ungimos. Regresamos chorreantes y lúbricos a la balsa. Vernos así, recién duchados, nos hace recordar muchas cosas que no pasarán, despertares juntos que nunca sucederán, misterios que no compartiremos, claves que no inventaremos, rituales que jamás se instaurarán. Podría ser, pero no será. Nos conocemos.
Cae la tarde. Ninguno de los dos queremos reconocerlo, pero vamos a por el récord. Lo hacemos de nuevo, ora repasando las maneras que más nos gustaron antes, ora creando otras nuevas. Si los vecinos todavía no han derribado la puerta es que no lo harán nunca. Nos gusta nuestro pene, nos gustan nuestros pechos, nuestros culos nos vuelven locos. Lo hacemos como ha de hacerse.
Otro porro, merecidísimo. Hablamos. Preguntamos. Contamos cosas dolorosas de recordar, aunque ya no tanto, apenas un leve escozor. Lentamente el afecto va desplazando a la lascivia. Somos tan de aquí, y sin embargo tan de ninguna parte... Nuestra casa es el viento, normal que no nos hubiéramos conocido antes. Empiezan a asomar a nuestros labios promesas que no cumpliremos, niños que ahogaremos antes de que nazcan. Lo sabemos, pero es bonito imaginar. El reparto de los papeles comienza a definirse, ya sospechamos a quién le va tocar pagar la ronda esta vez. Pero aún estamos aquí, todavía somos nosotros.
Anochece.
-Quédate a dormir.
Qué carajo, pensamos. Total… Ya haremos cuentas mañana.
Fumamos como nos gusta, como sultanes de un reino otomano, y por suerte hay provisión de cervezas. Los vampiros se reconocen en la noche. La vida debería ser esto. Mejor dicho: la vida es esto. Mañana empezará otra vida.
La noche es eterna, en sueños caminamos juntos como gatos por los tejados.
No obstante amanece, como siempre ocurre. El despertar es diferente.
Es el final de un largo saludo y el principio de una despedida. Despertamos dentro del otro, follamos de nuevo con prematura nostalgia, despacio, demorando el final, pues sabemos. Nos conocemos.
Aún desayunaremos juntos, nos daremos nuestros teléfonos y eso, pero tú ya serás tú y yo seré yo.
Volveré a verte una vez más, aunque no será lo mismo.
Algún día debería devolverte tu Mp3, lo sé. Pero, en fin, ya sabes.
Nos conocemos.
Kepa Hernando
3 comentarios:
Tengo un camarada, un compañero, un hermano, un amigo, de esos que tú conoces, que conocemos, al que conocí una noche de concierto. Y nos quisimos mogollón encima de un escenario mientras músicos atónitos recogían sus bártulos.
A los dos días de aquello, sin saber ni nuestros nombres volvimos a conocernos y a despedirnos.
Al cabo de un año de azarosos encuentros decidimos que ya era hora de llamarnos por nuestro nombre y tal vez, de intercambiar el número de teléfono (por aquel entonces ni móviles había, miratú).
Pero como ya sabíamos, como ya sabes, como él sabía y yo supe, porque nos conocemos, siempre supimos que amaneciendo juntos de corrido no llegaríamos nunca a ninguna parte.
Y así, como nos conocemos, seguimos amando como aquella noche cada vez que coincidimos, cada vez que nos vemos, cada de vez en cuando, cada tres años o cada dos días, y de esto hace ya más de quince años.
Salud y gracias por este texto tan hermoso.
Tacones: Gracias a tí por leerlo hasta el final, y por compartir tu historia conmigo. ¿Encima de un escenario, Tacones? Ya te vale.
¡Uff!... "Cuando nosotros" es tan de "mí" y de "él".
Bien contado: estoy segura que casi todos tenemos una historia similar con la que sentirnos identificados.
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