Se acaba de morir Tristán, el perro más bueno del mundo, mi amigo.
Era un perro bueno, sí. Soportaba con estoica paciencia aquellos días en que le tocaba esperar más de la cuenta para salir a la calle. Luego, una vez allí, era libre, libre, libre. Desaparecía durante largos ratos, y uno sabía que estaría bien, que era demasiado listo como para meterse en problemas, y que si se metía en ellos debido a su innata curiosidad, se las ingeniaría para salir indemne y para volver meneando el rabo como si nada sucediera. Le llamabas, y, estuviese donde estuviese, a la tercera llamada aparecía. Le enseñé a pasear sin correa, pegadito a mi vera. Le enseñé a caminar por la acera y a respetar los semáforos.
Te has ido, bicho feo. Adiós, perro bueno, perro pulgoso, orejas de gremlin, patitas de pollo, nariz de trufa, labios negros…
Mi hermano me ha llamado hace un rato y me ha dado la triste noticia. Cuando mi madre llegó a casa esta tarde, Tristán no salió a recibirla como de costumbre. Le descubrió yaciendo inerte en medio del pasillo, en la penumbra, muerto. Suponemos que ha sucedido de un modo repentino, es probable que se haya tratado de un ataque al corazón. Si así ha sido, ha debido reventarle de puro grande, de puro simple, de puro bueno. Ahora, mientras escribo, afloran a mis ojos las primeras lágrimas. Tuvo una vida feliz, y sé que se sintió amado hasta el final. Este mismo fin de semana estuvo en Galicia con mis padres, corriendo por la playa, persiguiendo a las gaviotas en un juego incruento. Quiero pensar que no sufrió, que la muerte le sobrevino mientras dormía una plácida siesta. Sólo lamento que haya muerto en soledad, que no hubiera nadie a su lado para tranquilizarle en el momento de su muerte, para acariciarle mientras le susurraba al oído que había sido el mejor de los perros posibles, para decirle que no tuviese miedo, que todo estaba bien.
Era mayor, calculamos que tenía unos doce o trece años, y ya padecía los primeros achaques de la edad. Ultimamente, me contaban, había pasado por una etapa algo tristona. Supongo que empezaba a tomar conciencia de que se estaba haciendo viejo. El, que con su espesa mata de pelo canoso siempre tuvo el aspecto de un anciano prematuro, pero que, sin embargo, fue siempre un animal extraordinariamente ágil y vital. Recuerdo que ya parecía viejo cuando mi padre le trajo de la perrera. No tendría más de un año y medio. Canoso, flaco, asustadizo, era una piltrafa de perro. Al parecer le habían devuelto a la perrera un par de veces. Ignoro los motivos, pero el pobre animal estaba hecho polvo. Se orinaba y hacía sus necesidades por toda la casa, temblaba, toleraba con aprensión el contacto físico y sentía terror si alguien pasaba cerca de él con algún objeto alargado en la mano, como un periódico. Pero le cogimos cariño, además la sola idea de prolongar sus traumas devolviéndole de nuevo a la perrera fue suficiente para provocar un motín por parte de mis hermanos y de mí. Y, mira por dónde, resultó que habíamos ido a dar con el perro más bueno del mundo.
A quienes penséis que estoy cayendo en un comprensible exceso de sentimentalismo, que estoy idealizando a quien no debió ser sino un chucho de apacible carácter, os diré que he conocido a más perros, y que vosotros no conocisteis a Tristán. Sé que aquellos que le conocieron bien coinciden conmigo.
Cuando hablo de su bondad no hablo de tonta fidelidad perruna. De hecho, era un perro bastante espabilado. Más de un pollo asado, y más de un queso manchego abandonados en un lamentable descuido sobre la mesa de la cocina, podrían haber dado fe de mis palabras. Eso, en el supuesto de que hubiese quedado algún rastro de ellos. Pero no se lo tengáis en cuenta, dejar pasar de largo semejante festín hubiera significado faltar gravemente al Código de Honor de los Perros Callejeros. Tristán era un chucho, sí, un mil leches, y de pura raza. Pensábamos que podía tener algo de podenco, de pastor catalán, quizá una pizquita de pastor alemán, a lo mejor pudo darse un milagroso cruce entre alguno de sus antepasados y un murciélago… no sé. Como los diamantes en bruto, su color y su forma cambiaban dependiendo del momento del día y de la estación del año.
Era un perro bueno, sí. Soportaba con estoica paciencia aquellos días en que le tocaba esperar más de la cuenta para salir a la calle. Luego, una vez allí, era libre, libre, libre. Desaparecía durante largos ratos, y uno sabía que estaría bien, que era demasiado listo como para meterse en problemas, y que si se metía en ellos debido a su innata curiosidad, se las ingeniaría para salir indemne y para volver meneando el rabo como si nada sucediera. Le llamabas, y, estuviese donde estuviese, a la tercera llamada aparecía. Le enseñé a pasear sin correa, pegadito a mi vera. Le enseñé a caminar por la acera y a respetar los semáforos.
Nunca atacó a nadie, jamás. Al menos no a un ser humano, ni a otro animal que no fuese un perro. En realidad, tampoco a ningún perro, pues las pocas peleas en que se vio envuelto siempre las inició el otro. Pero ahí… ahí, sí, amigos, nuestro amigo Tristán venía de la calle, y sabía pelear. Estando conmigo a llegó a cruzarse serias dentelladas con dos perros distintos. Uno era un husky con el que se tenían especial tirria. Debían ser dos de los gallitos más guapos del barrio. Uno con su belleza armoniosa, el otro con su belleza canalla. De parecida planta –algo más robusto el husky-, debían verse el uno al otro como a semejantes y como competidores sexuales directos. El odio que se profesaban era mutuo, eso es lo cierto. No negaré que, cuando Tristán iba atado y veía aparecer al husky, se ponía a ladrar y a tirar de la correa con toda la chulería y la animosidad de que era capaz, aunque es de justicia reconocer que su adversario hacía lo mismo. Sin embargo, cuando Tristán iba suelto, lo que conmigo suponía la mayor parte del tiempo que pasábamos fuera de casa, nunca atacó al husky cuando le vio aparecer atado. Ni siquiera respondía a sus provocaciones. Les ignoraba a él y a sus terribles juramentos e insultos perrunos. Pero un día en que yo llevaba suelto a Tristán apareció el husky sin correa. Debió ser el momento que ambos estaban esperando desde hacía largo tiempo, la oportunidad de darse un escarmiento, de establecer quién era quién. Ambos se lanzaron a por el otro casi al mismo tiempo. Yo, en cuanto vi el percal, corrí hacia el incipiente tumulto de pelos, cola, patas y dientes que se agitaba ante mí. Fue todo muy rápido y confuso. Yo trataba de separarles, pero inmovilizar a cualquiera de ellos suponía dejarle indefenso a merced del otro. Debieron pasar pocos segundos hasta que el dueño del otro perro se dignó a aparecer y a sujetarlo. Entonces pude agarrar a Tristán, que se quedó tranquilo en cuanto notó que mi mano le separaba de su oponente, mientras el otro perro seguía gruñendo, furioso. Los cuatro, humanos y cánidos, nos separamos haciéndonos agrios reproches. Cuando regresamos a casa vi que Tristán cojeaba ostensiblemente. Tenía un señor mordisco en una de las patas delanteras que curamos con celeridad, pero, aparte de eso, no mostraba ninguna otra herida de guerra. Al día siguiente supimos que el orgulloso husky, además de mordiscos por los cuatro puntos cardinales de su anatomía, tenía una pata rota. Esa es la ley de la calle, amigo.
Y en cuanto a la otra pelea… la otra pelea fue realmente gloriosa, joder, fue homérica. Estoy seguro de que los perros del barrio aún a día de hoy se siguen contando la historia, ladrándose en la distancia, escribiéndola con letras inmortales, meadita a meadita, en árboles, farolas y ruedas de coche. Yo estaba paseando a Tristán, debía ser cerca de la medianoche. A esa hora solía haber pocos perros en el barrio, y casi siempre se les veía venir aunque anduviesen sueltos. Sin embargo, a este no lo vimos venir. Recuerdo que yo tenía a Tristán bastante cerca, quizá a unos cuatro o cinco metros, cuando de repente le vi pegar un respingo y adoptar una súbita postura de alerta. Miré en la dirección en que él miraba y vi acercarse a toda velocidad, como una exhalación, a un pitbull blanco como la muerte, corriendo hacia Tristán con ciega furia asesina. Recuerdo que Tristán me miró, como diciéndome: “Macho, la que se me viene encima…”. Lo siguiente que voy a contar puede resultar difícil de creer, pero juro que es cierto. Quizá en mi imaginación la maniobra que efectuó Tristán se haya ido pervirtiendo con el tiempo y en realidad no fuese tan plástica como yo lo recuerdo, pero, ¡qué coño!, fue como una puñetera película de kung-fu. Tristán, tío, te saliste. Sucedió así: Tristán flexionó las patas y permaneció firme esperando la acometida de esa bala de potentes músculos y letales mandíbulas, y justo cuando el pitbull estaba llegando casi a su altura saltó por encima de él. No sobre él: por encima de él. Efectuó un salto hacia arriba, en vertical, de manera que el pitbull, como un Miura que embistiera el esquivo capote de un diestro, pasó de largo por debajo de él. En cuanto tocó tierra de nuevo, Tristán se lanzó con un valor rayano en la inconsciencia hacia el desconcertado pitbull, que trataba de apurar la frenada y de darse la vuelta mientras se preguntaba dónde diablos se había metido ese chucho flaco y pulgoso. La colisión fue brutal. Se enzarzaron en una riña de ferocidad salvaje y odio cerval, dentellada va, dentellada viene. El pitbull, al ser más bajo que Tristán, trataba de atacar las patas de este y de alcanzar su cuello con sus temibles mandíbulas, mientras que Tristán trataba de mantener a raya a la bestia esquivando sus ataques mediante saltos laterales, y aprovechando los momentos en que este descuidaba la guardia para lanzarle rápidos directos (mordiscos, se entiende) a la cara. Fue como el combate de Alí contra Foreman, como Rocky contra Drago, como Aquiles y Héctor, solo que esta vez ganó Héctor. Vuela como una mariposa, pica como una abeja. Golpea, muchacho, golpea… El dueño del pitbull actuó con presteza y entre los dos conseguimos separarles. Por cierto, a quien nunca se haya visto atrapado entre un pitbull y su presa, puedo asegurarle que es una experiencia ciertamente emocionante, tan relajante como saltar desde una avioneta en llamas a nido de cobras. A lo que iba: me llevé a casa a Tristán, quien parecía, aparentemente, haber salido ileso de la confrontación. Quizá esté mal decirlo, pero podréis imaginar cual fue mi orgullo cuando supe al día siguiente que el pitbull, quien pertenecía a un amigo de mi hermana, había llegado a su casa con la cara hecha jirones; tanto que, por irrisorio que parezca, sus dueños se habían planteado denunciar a nuestro perro. Obviamente tal denuncia nunca se produjo, pues, al ser su perro el que atacó a Tristán, jamás hubiera prosperado, Imagino que, de haberse alargado la pelea durante más tiempo, Tristán hubiera tenido todas las de perder frente a un animal genéticamente condicionado para la lucha, pero, carajo, mientras el combate duró, le dio un soberano repaso a ese pedazo de bestia. El pitbull conservaría en su cara el recuerdo de aquella pelea durante el resto de su vida. Se dice que, así como todo caballo tiene su año de gloria, todo perro tiene su día. Si eso es cierto, ese fue el gran día de Tristán.
Y, sin embargo, para que os hagáis una idea de su carácter pacífico y amistoso, os diré que es el primer perro de relativo gran tamaño al que haya visto correr delante de un gato. Sucedió una vez en que estaba paseando a Tristán por la parte de atrás de la urbanización, por un lugar donde había un pequeño campo de fútbol de cemento. Había varios niños jugando a la pelota, y Tristán deambulaba por los alrededores, tranquilamente, olisqueando aquí y allá. En esas apareció un gato andando por en medio del campo de fútbol. Tristán, que había tenido poco contacto con felinos a lo largo de su vida, debió sentir curiosidad por aquel perro tan extraño de patas cortas, hocico chato y cola flexible, así que se acercó a él para verlo más de cerca. El gato, lógicamente, desconfiaba de las amigables intenciones de Tristán, así que erizó el lomo y bufó en señal de advertencia. Tristán se detuvo, extrañado; supongo que jamás había visto a un perro hacer eso. Entonces el gato, tomando una iniciativa sorprendente incluso para mí, comenzó a avanzar hacia Tristán con actitud amenazante. Tristán, desconcertado, me miró como preguntándome qué debía hacer. Un “ataca, Tristán, ataca” hubiera sido sin duda una opción interesante, pero nunca me gustó inculcar instintos agresivos en mi fiel amigo, así que me encogí de hombros y me limité observar la escena con curiosidad y con, me avergüenza confesarlo, algo de interno divertimento. Entonces el gato aceleró el paso, y al mismo tiempo Tristán empezó a retroceder hacia atrás, más sorprendido que atemorizado, creo. El gato, envalentonado, y en un claro desafío a las leyes de la Naturaleza, echó a correr hacia Tristán, y este, para oprobio de toda la familia de los cánidos, echó a correr en la dirección opuesta. No fue una huida aterrorizada, todo hay que decirlo. Tristán se limitaba a mirar hacia atrás y a acelerar y decelerar el paso en función de la distancia entre él y el gato, pero, está claro que, vista desde fuera, la escena no dejaba de resultar sorprendente: un perro tirando a grandecito huyendo a la carrera de un gato al que doblaba en tamaño a través del campo de fútbol, entre el jolgorio y la rechifla de todos los niños allí presentes.
Finalmente el gato desistió de sus intenciones y se subió a un árbol a solazarse con el recuerdo de su victoria, y mientras yo cogí al atontao de mi perro y me encaminé con él hacia casa, sin saber si reprocharle el haberse comportado como una nenaza, o si abrazarle por ser semejante pedazo de pan.
Y, sin embargo, para que os hagáis una idea de su carácter pacífico y amistoso, os diré que es el primer perro de relativo gran tamaño al que haya visto correr delante de un gato. Sucedió una vez en que estaba paseando a Tristán por la parte de atrás de la urbanización, por un lugar donde había un pequeño campo de fútbol de cemento. Había varios niños jugando a la pelota, y Tristán deambulaba por los alrededores, tranquilamente, olisqueando aquí y allá. En esas apareció un gato andando por en medio del campo de fútbol. Tristán, que había tenido poco contacto con felinos a lo largo de su vida, debió sentir curiosidad por aquel perro tan extraño de patas cortas, hocico chato y cola flexible, así que se acercó a él para verlo más de cerca. El gato, lógicamente, desconfiaba de las amigables intenciones de Tristán, así que erizó el lomo y bufó en señal de advertencia. Tristán se detuvo, extrañado; supongo que jamás había visto a un perro hacer eso. Entonces el gato, tomando una iniciativa sorprendente incluso para mí, comenzó a avanzar hacia Tristán con actitud amenazante. Tristán, desconcertado, me miró como preguntándome qué debía hacer. Un “ataca, Tristán, ataca” hubiera sido sin duda una opción interesante, pero nunca me gustó inculcar instintos agresivos en mi fiel amigo, así que me encogí de hombros y me limité observar la escena con curiosidad y con, me avergüenza confesarlo, algo de interno divertimento. Entonces el gato aceleró el paso, y al mismo tiempo Tristán empezó a retroceder hacia atrás, más sorprendido que atemorizado, creo. El gato, envalentonado, y en un claro desafío a las leyes de la Naturaleza, echó a correr hacia Tristán, y este, para oprobio de toda la familia de los cánidos, echó a correr en la dirección opuesta. No fue una huida aterrorizada, todo hay que decirlo. Tristán se limitaba a mirar hacia atrás y a acelerar y decelerar el paso en función de la distancia entre él y el gato, pero, está claro que, vista desde fuera, la escena no dejaba de resultar sorprendente: un perro tirando a grandecito huyendo a la carrera de un gato al que doblaba en tamaño a través del campo de fútbol, entre el jolgorio y la rechifla de todos los niños allí presentes.
Finalmente el gato desistió de sus intenciones y se subió a un árbol a solazarse con el recuerdo de su victoria, y mientras yo cogí al atontao de mi perro y me encaminé con él hacia casa, sin saber si reprocharle el haberse comportado como una nenaza, o si abrazarle por ser semejante pedazo de pan.
Otra criatura que podría dar fe de su carácter pacífico y bondadoso es Zoe, la hurona de mi hermana. Zoe es un bichito muy gracioso y bastante travieso, cuya curiosidad muchas veces raya en lo temerario. El caso es que, desde el primer momento en que se conocieron, Zoe demostró no albergar ningún tipo de respeto hacia el pobre Tristán, y ya no digamos tenerle miedo. Su juego favorito era esconderse en algún recoveco de la cocina para, aprovechando algún momento en el que Tristán estuviese desprevenido, salir trotando hacia él y pegarle un mordisco en las patas por sorpresa. En esas ocasiones, un aullido doliente y desesperado proveniente de la cocina nos avisaba de que Zoe andaba haciendo de las suyas. Pues bien, Tristán, que podría haber partido en dos a Zoe con la misma facilidad que yo un palillo de dientes, jamás la amenazó ni hizo amago de morderla. Se limitaba a soportarla con resignación y a suplicarnos con mirada lastimera que la volviéramos a meter en la jaula.
Era muy bueno, sí. Cariñoso, fiel, juguetón y protector. Era mucho más que un perro. De hecho, pensamos que él mismo no acababa de tener claro que era un perro. Cuando, estando mi padre de guardia, mi madre se metía en la cama, Tristán se metía con ella, apoyando la cabeza en la almohada, en un gesto enternecedoramente humano. Creo que el amor, al borde de la adoración, que Tristán sentía hacia mi madre, podía considerarse una especie de extraña mixtura entre complejo de Edipo y severo trastorno de personalidad. También le gustaba juntarse con nosotros a comer, sentado en una silla como si fuera un comensal más. La verdad es que se la partía a uno el corazón al tener que informarle de que la ensalada de endivias con anchoas, por poner un ejemplo, no estaba destinada a él, y que lo más conveniente era que se bajase de la silla y empezase a comportarse como el perro que era.
En los últimos años no pude verle más que de tanto en tanto, y cuando le veía apenas solía disponer de tiempo para dedicarle, pero recuerdo cómo se quedaba por las noches al pie de la cama en cuarto de los niños, velando sus sueños. Tú sabías que eran mis crías, ¿verdad, bicho? Sé que jamás hubieras permitido que les sucediese nada malo estando tú presente. Estoy llorando de nuevo. Fuiste el mejor amigo que un hombre pudiera desear, Tristán. Fuiste, durante muchos años, mi mejor amigo. Y no estoy haciendo poesía, de verdad lo fuiste. El mundo era mejor estando tú en él. Sólo fuiste un perro, pero fuiste el mejor perro de todos.
Te recordaré siempre con orgullo, viejo amigo.
Te recordaré siempre con orgullo, viejo amigo.
Ahora, descansa. Buen perro.
8 comentarios:
me apena la partida del buen tristán al cielo de los perros indecentes y leales, pero me alegra saber que se supo querido y tuvo una buena vida.
de todos los perros que conocí el tristán era mi favorito, entiendo que hables de él como un amigo, yo lo más parecido que tuve a un perro "propio" eran los okupas que hacían de la leñera de la casa del pueblo su refugio, allí vi nacer al menos a tres generaciones de la misma familia, y vi morir a unos cuantos miembros del clan. nunca fueron "míos", pero sé que es algo más que simple pena lo que se siente al verlos partir.
al tristán lo conocí de joven, y solo lo reencontré brevemente de viejito, pero le añoraré como a un viejo camarada cada vez que añore las tardes en casa de tus padres, y me acordaré de él (siempre lo hago) cada vez que me coma una empanadilla congelada.
das fe de su bondad en estas líneas, y yo quiero dar fe de la tuya porque fui testigo muchas veces de tu lealtad, cuando nos volvíamos desde el quinto coño a tu casa, solo para que el pobre saliese a echar una meada y cuatro carreras. estoy segura de que él también sabía que tú eras su amigo.
te quiero mucho, hermano. hoy le mandaré un par de ladridos cariñosos al mejor perro del mundo ,y un abrazo desde el mediterráneo al mejor "dueño" del mundo. si algún día empezaste a ser papi fue con el perro que corría delante de los gatos...
Has hecho que se me vuelvan a saltar las lagrimitas, hermana. Gracias, Lau, te quiero mucho. Y a Tristán le caías muy simpática. Aunque durante un tiempo usurpases su lugar en mi cama, él era un perro muy tolerante y muy hippy. Ahora está en el cielo de los perritos buenos, junto a Lassie, Rin Tin Tin, y su primo golfo, el de "La Dama y el vagabundo"...
Ayyyy!!! Nene, Lau, Tristán, como me han hecho llorar hoy, joer! Otro ser querido que se va de este planeta, me estoy hartando! Con la alergia que me daba, je je, como se me hinchó el ojo por ese enorme ácaro en forma de perro que dormía a los pies de la cama, y por mucho que le dijéramos que saliera del cuarto, no lo conseguimos, con las ganas que tenía él de estar con su amigo del alma, y con esa bicheja rara que se había traído de no sé que islas perdidas...
Sé que le caí bien, me miraba bien, pero por otra parte, ¿a quién miraba mal ese perro, como no fuera a los bichos que osaban plantarle cara y a ese gato (del que todos sabemos perfectamente que no huyó, si no que lo hizo para subirle la autoestima al tontito ese, que se lo creyó, si es que Tristán pensabas en todos, bichejo)? Pero quiero creer que la mirada que me dedicaba me incluía en su lista de "esa gente que traen por casa y que no está nada mal" ahí me incluyes, ¿verdad, Tristán? Me hubiera gustado conocerte más y mejor, pero ahora sé que solo un poco de ti es muchísimo, por que me siento triste, bichito, triste de verdad... te quiero dar un enorme abrazo, ahora que por fin puedo, por que en ese lugar por el que jugueteas en estos momentos no hay ácaros que me hagan estornudar, así que ahí que va ese enoooooorme abrazo!!!
tuve que sacrificar a mi perro hace dos años.
Tuvo suerte el Tristan. Tuvieron suerte los que lo conocieron y lo amaron.
No puedo decir más.
Mañana de domingo en la que me tropiezo con este texto que me trae a la memoria a mi querido Fozzie. Él ha sido mi primer y único perro. Nos conoció a todos cuando yo tenía 18 años y hemos estado juntos hasta hace poco. El día de mi cumpleaños se puso malo, era domingo y fuimos en busca de un veterinario de guardia. Nos dijeron que tenía una hemorragia digestiva y tras cogerle una vía, nos lo llevamos a casa para ponerle la medicación y los sueros. Así subsistió apenas 48 horas hasta que nos dejó en una noche de luna llena de diciembre, a punto de iniciarse la navidad.
Formaba parte de la familia. Comía lo mismo que nosotros, dormía en la cama con mi madre, apoyando su cabeza peluda en las piernas de ella. Si mami faltaba unos días por irse de viaje, se entristecía tanto que ni siquiera comía. Era un chucho pequeño, pero matón. Muy cariñoso. Llegabas a casa y salía a tu encuentro ladrando y ladrando subiéndose ágilmente al sofá (a pesar de su edad) para que le rindieras tu saludo en forma de caricias. Se metía con todos los de su raza, en especial con Hurco (que tristemente tampoco está ya con nosostros), un grandanés negro ENORME de un vecino, al que solía morder el hocico.
Ahora, y aunque pueda parecer extraño, descansa en nuestra casa. Allí, en la mesita, junto a su foto, hay una hurnita pequeña, a la que mami trata con el mayor cariño del mundo. Le quisimos, nos quiso, y nadie que no haya tenido animales, podría entender lo que siente cuando se pierde a uno de ellos.
Este ser humano de hociquito negro, de pelos largos y orejas caidas, llenó nuestros corazones de amor.
Gracias por tu texto. Me ha gustado mucho...ten por seguro, que Tristán, está feliz y retozando de un lado a otro, dejando que los gatos corran detrás de él...Guauuu, guauuu!
Gracias a tí, Lunática, por leerlo y por tu solidaridad. Estoy seguro de que Fozzie y Tristán, aun siendo ambos unos chuchos un tanto macarras, se hubieran llevado bien entre ellos. Le hubieran dado para el pelo a ese dogo. Los que hemos tenido perro sabemos que la amistad con esas criaturas tan distintas a nosotros es un extraordinario regalo que la Naturaleza hace al hombre. Gracias, de veras.
Hace poco nos pusistes los pelos de punta con otra carta de despedida a un ser querido. Creo que los hechos y no la cuna dan el "Pedigri". Besos
precioso pedro, gracias. snif snif
estoy contigo, tristan era el mejor perro que paso por mi vida.
forever labios negros
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