El de la transfiguración es un tema que, bajo diferentes ópticas y con las más diversas variaciones, todos hemos visto tratado en multitud de ficciones desde nuestra más tierna infancia. Desde el sapo que, al entrar en contacto con los lúbricos labios de una doncella, pasa de la condición de príncipe encantado a la de príncipe encantador, hasta los ratoncitos de la Cenicienta, hay tantísimos ejemplos que sería ocioso tratar de enumerarlos todos. Yo también crecí escuchando esa clase de cuentos y de leyendas, y, como todos, durante un tiempo creí en la posibilidad de esas magias. Luego, conforme la madurez me iba confiriendo una visión más realista sobre la vida, comencé a observar esas historias símplemente como un medio de disfrute y de reflexión sobre ciertas cuestiones morales muy primigenias. Pero también, como todos, llegué a incorporarlas de alguna manera, inconscientemente, a mi imaginario personal. Ya sabéis a qué me refiero: la posibilidad del amor eterno a pesar de las circunstancias más desafortunadas, la redención a través del sacrificio y la abnegación, y todo ese tipo de estupideces de similar cariz, subyacen en el interior de cada uno de nosotros como utopías a cuya realización, en lo más recóndito de nuestro ser, no queremos renunciar. Como tú, yo quería creer en esas pamplinas. Como tú, yo tenía esperanzas, hasta ahora.
Os cuento: cuando mi amada cayó víctima del hechizo, y tras sobreponerme al susto y al espanto iniciales, me obligué a mí mismo a actuar con la nobleza y la amplitud de miras que la ocasión requería. No sólo no la rechacé, sino que le juré y perjuré que nunca la abandonaría, que permanecería junto a ella pasase lo que pasase, hasta el fin de los días. Traté, además de dejarme llevar por los imperativos de mi corazón, de actuar con racionalidad. Me informé sobre las características de su recién adquirida condición mamífera, sobre los cuidados que necesitaría, sobre los aspectos relativos a su higiene, sobre el tipo de alimentación más adecuado para ella, etc…Sería una imperdonable grosería por mi parte detallar la cantidad y la variedad de alimentos que era necesario obtener para su sustento. Cualquier sacrificio por mi parte, en ese sentido, hubiera sido poco; sé que ella habría hecho lo mismo por mí. Le ayudé a desarrollar las destrezas necesarias para que pudiera valerse por si misma, y bien que me alegré de hacerlo, pues la consecución de alimentos de origen vegetal no suponía mayor problema para mí, pero, en cuanto a los de origen animal, fundamentales para el aporte proteínico que demandaba su nuevo organismo… eso ya era otra cosa. Empezaba a resultar demasiado, no ya para mis limitadas capacidades físicas, sino para mis convicciones morales. Como dije antes, prefiero omitir los detalles a ese respecto.
La convivencia tampoco resultó sencilla. Poco a poco logré ir acostumbrándome a sus súbitos cambios de humor, a sus largos períodos de inactividad seguidos de otros de actividad frenética. Que si estoy engordando, que si debería salir a correr, que si lo siento pero es que hoy estoy muy sensible y no sé por qué, en fin. Al cabo, he terminado por ir aceptando, y, por qué no, incluso a ir apreciando, tales sutilezas y extravagancias en su comportamiento. Pero hay cosas, hay diferencias entre nosotros, que me temo habrán de resultar, al final, irreconciliables.
El sexo, por ejemplo. Lo he intentado, lo juro, e imaginaréis el pudor que siento a la hora de desvelaros ese aspecto de nuestra relación. Pero yo la amaba. ¿He dicho la amaba? La amo, aún la amo, sabe el Cielo que aún la amo. Por eso decidí, tras unos primeros días de vacilación, tratar de vencer el natural rechazo que sentía hacia su nuevo cuerpo. Quien me conoce sabe que poseo un espíritu inquieto y una mentalidad abierta y desprejuiciada. Durante un tiempo, por ejemplo, estuve saliendo con una pata que había conseguido escapar in extremis de un matadero, y os prometo que su ausencia de plumaje jamás fue un obstáculo para nuestra relación. Me precio de no dar demasiada importancia al aspecto externo a la hora de depositar mi afecto en alguien; para mí, aunque suene tópico y cursi, la verdadera belleza está en el interior. Por eso, porque la amo, decidí seguir adelante y permanecer junto a ella con todas las consecuencias. He intentado acostumbrarme al contacto con esa piel blancuzca y lechosa, al abrazo de esas extremidades colgantes y ridículas, a la vista de esas horrendas glándulas adiposas que le nacen del pecho, al terror que me infunde ese tajo lleno de dientes que llaman boca, al hedor que emana del pútrido agujero que tiene entre sus piernas, pero no puedo. Lo he intentado, nadie podrá decir que no lo he intentado. Dios, he hecho cosas espantosas por ella. No creo que podáis imaginar lo que supone tratar de satisfacer a una hembra humana, es como tratar de capturar el viento, como tratar de invertir la corriente de un río.
Os cuento: cuando mi amada cayó víctima del hechizo, y tras sobreponerme al susto y al espanto iniciales, me obligué a mí mismo a actuar con la nobleza y la amplitud de miras que la ocasión requería. No sólo no la rechacé, sino que le juré y perjuré que nunca la abandonaría, que permanecería junto a ella pasase lo que pasase, hasta el fin de los días. Traté, además de dejarme llevar por los imperativos de mi corazón, de actuar con racionalidad. Me informé sobre las características de su recién adquirida condición mamífera, sobre los cuidados que necesitaría, sobre los aspectos relativos a su higiene, sobre el tipo de alimentación más adecuado para ella, etc…Sería una imperdonable grosería por mi parte detallar la cantidad y la variedad de alimentos que era necesario obtener para su sustento. Cualquier sacrificio por mi parte, en ese sentido, hubiera sido poco; sé que ella habría hecho lo mismo por mí. Le ayudé a desarrollar las destrezas necesarias para que pudiera valerse por si misma, y bien que me alegré de hacerlo, pues la consecución de alimentos de origen vegetal no suponía mayor problema para mí, pero, en cuanto a los de origen animal, fundamentales para el aporte proteínico que demandaba su nuevo organismo… eso ya era otra cosa. Empezaba a resultar demasiado, no ya para mis limitadas capacidades físicas, sino para mis convicciones morales. Como dije antes, prefiero omitir los detalles a ese respecto.
La convivencia tampoco resultó sencilla. Poco a poco logré ir acostumbrándome a sus súbitos cambios de humor, a sus largos períodos de inactividad seguidos de otros de actividad frenética. Que si estoy engordando, que si debería salir a correr, que si lo siento pero es que hoy estoy muy sensible y no sé por qué, en fin. Al cabo, he terminado por ir aceptando, y, por qué no, incluso a ir apreciando, tales sutilezas y extravagancias en su comportamiento. Pero hay cosas, hay diferencias entre nosotros, que me temo habrán de resultar, al final, irreconciliables.
El sexo, por ejemplo. Lo he intentado, lo juro, e imaginaréis el pudor que siento a la hora de desvelaros ese aspecto de nuestra relación. Pero yo la amaba. ¿He dicho la amaba? La amo, aún la amo, sabe el Cielo que aún la amo. Por eso decidí, tras unos primeros días de vacilación, tratar de vencer el natural rechazo que sentía hacia su nuevo cuerpo. Quien me conoce sabe que poseo un espíritu inquieto y una mentalidad abierta y desprejuiciada. Durante un tiempo, por ejemplo, estuve saliendo con una pata que había conseguido escapar in extremis de un matadero, y os prometo que su ausencia de plumaje jamás fue un obstáculo para nuestra relación. Me precio de no dar demasiada importancia al aspecto externo a la hora de depositar mi afecto en alguien; para mí, aunque suene tópico y cursi, la verdadera belleza está en el interior. Por eso, porque la amo, decidí seguir adelante y permanecer junto a ella con todas las consecuencias. He intentado acostumbrarme al contacto con esa piel blancuzca y lechosa, al abrazo de esas extremidades colgantes y ridículas, a la vista de esas horrendas glándulas adiposas que le nacen del pecho, al terror que me infunde ese tajo lleno de dientes que llaman boca, al hedor que emana del pútrido agujero que tiene entre sus piernas, pero no puedo. Lo he intentado, nadie podrá decir que no lo he intentado. Dios, he hecho cosas espantosas por ella. No creo que podáis imaginar lo que supone tratar de satisfacer a una hembra humana, es como tratar de capturar el viento, como tratar de invertir la corriente de un río.
Lo he intentado todo. Todo. Con el pico, con las patas, con el cuello, con todo mi ser… ¡Oh, las cosas terribles que hecho, las cosas terribles que me he dejado hacer! Sí, lo sé, es algo repugnante, enfermizo, monstruoso, pero tenía que intentarlo. Hay veces que uno simplemente debe hacer lo que tiene que hacer. Pero no ha sido suficiente. La he observado, y he notado cómo mira a los otros humanos escondida tras los arbustos. Sé que no ha de tardar en llegar el día en que me abandone y decida unirse a ellos. Sin embargo – y os aseguro que es doloroso para mí admitirlo, y que no me enorgullezco en absoluto de ello -, lo cierto es que eso supondría un alivio para mí. Estoy desesperado, ya no puedo más. He intentado que ella no se dé cuenta, pero creo que lo sabe. Lo noto por la frialdad de su mirada, la delata la sutil manera en que se crispan sus manos cuando acaricia mi cuello. Es terrible reconocerlo, pero tengo miedo. No sé cómo terminará esta historia, pero al menos quedará en mi conciencia la tranquilidad de saber que puedo andar con la cabeza bien alta; el orgullo de haber actuado, hasta el final, como un auténtico cisne.
(...)
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