lunes, 1 de junio de 2009

El coloso

Cuentan que un día el Supremo Soberano del Gran Estado Unificado hizo llevar ante su presencia al más conocido escultor de la Corte -cuyo nombre, por desgracia, hace mucho tiempo que cayó relegado al olvido -y le encargó que erigiese el monumento más impresionante que hubieran visto los siglos, como símbolo de su grandeza y de su infinita majestad. Le dijo que no debía reparar en gastos, que los años venideros de su Reinado quedarían a partir de ahora consagrados a la realización de tan magna obra. No quedaban ya fronteras que defender, reinos por invadir ni guerras por librar. La paz, impuesta con puño de hierro, y la justicia, aplicada con el rigor de un padre, asegurarían la estabilidad y la prosperidad del Estado durante muchos años; sin embargo, el pueblo no podía permanecer inactivo. Necesitarían un recordatorio de su vínculo con un destino más grande que el suyo, un símbolo que les ayudase a comprender y a aceptar su papel en el Plan Eterno. Un monumento que le representase a Él, al Gran Unificador, al Conquistador Terrible, al Pacificador Magnánimo. Cada año, un tercio de los varones jóvenes de cada uno de los Reinos trabajarían en la construcción del proyecto, y estarían a disposición del escultor cualesquiera canteras, bosques, montañas, llanuras o ríos que hubiera entre la tierra y el cielo. Cualquier requerimiento suyo sería concedido. El escultor aceptó el compromiso con humildad y con disimulado alborozo. Estaba ante la oportunidad de su vida, la ocasión soñada por cualquier creador de pasar a la posteridad con una obra que los hombres contemplarían con reverencia y asombro durante miles de años. Todos los medios humanos y materiales del Supremo Estado Unificado estarían a su servicio. Así que se despidió de su familia y emprendió viaje. Recorrió los Siete Reinos y cuentan que incluso se adentró en el Territorio de Las Sombras para encontrar el lugar en el que emplazar la descomunal obra que tenía en mente. Entonces encontró este lugar. Aquí, dice la leyenda, se alzaba un gigantesco peñasco de piedra prácticamente inaccesible, solitario y solemne en mitad del valle. Cerca de la cumbre se vislumbraba un monasterio habitado por unos monjes de los cuales se decía que se alimentaban solamente de musgo y agua de lluvia, pues no tenían contacto alguno con el resto del mundo. Eso no fue considerado un inconveniente por el Supremo Soberano cuando aprobó entusiasmado el proyecto del escultor. Los planos que este le presentó recreaban una imagen suya de tal majestuosidad, de tal colosal imponencia, que superaban con creces todo cuanto él mismo pudiera haber imaginado. Sería una estatua, la más gigantesca y más hermosa que nunca se hubiere esculpido. Transmitiría toda la majestad, todo el orgullo, toda la firmeza que fueran posibles representar por el ingenio humano. Parecería la obra de un dios, hecha para otro dios. El escultor pidió al Soberano que revisase los planos a conciencia, pues un proyecto de tal envergadura no podía dar comienzo sin estar totalmente seguro de lo que se quería hacer, pero el Soberano rugió que no hacía falta, que era perfecto; que, si era posible condensar la idea de la Gloria en una sola imagen, el escultor lo había conseguido con aquella. Estaba todo: los Siete Rubíes de la Obediencia, la Corona de la Unificación, el Manto de la Sabiduría, la Vara de la Justicia, la Espada del Castigo, y sobre todo, el porte indómito, la mirada de trascendencia, el rostro de serenidad y determinación. Había que comenzar de inmediato. Se movilizaron los inmensos contingentes de hombres y de materiales necesarios, se talaron bosques, se desalojaron aldeas y se acalló sin conmiseración a los disidentes. Sin embargo, los monjes, pese a los reiterados requerimientos de desalojo realizados por expedicionarios del Ejército, se negaron a abandonar su lugar de retiro. El asalto al Monasterio resultó una empresa de enorme dificultad, pues eran pocos los hombres con la destreza suficiente como para subir hasta él, y los monjes se defendían con inusitado encono, arrojando piedras y aguas fecales a los grupos de exploradores, que, por su delicada situación, suspendidos en el vacío, no podían defenderse. Muchos soldados murieron, y el Soberano comenzaba a impacientarse. Se construyeron entonces tres enormes torres para asediar el bastión desde lo alto, simultáneamente. No llegaban hasta la altura del Monasterio, pero sí a una altura suficiente como para alcanzarlo con proyectiles. La víspera del ataque, el Soberano, que había viajado a propósito para verlo, ordenó que se retrasase hasta la caída de la noche, pues quería ver bien el resplandor de los monjes en la oscuridad cuando saltasen al vacío envueltos en llamas. Al ponerse el sol, las catapultas de las torres comenzaron a disparar barriles de aceite hirviendo y el Monasterio empezó a arder casi de inmediato. Sin embargo, para decepción del Soberano, ningún monje saltó al vacío. Todos supusieron que los monjes habían preferido morir quemados voluntariamente en el interior del templo, así que empezaron a desmantelarse las torres y por la mañana comenzaron los preparativos para tallar la estatua. Llegaron los mejores escultores, canteros, tallistas, carpinteros y albañiles de todos los confines del mundo conocido, y millares de hombres comenzaron a trabajar al son de los tambores y bajo el chasquido del látigo. Sin embargo, seguían cayendo, de tanto en tanto, enormes piedras desde la cumbre, que, si bien no conseguían paralizar del todo las obras, sí que retrasaban enormemente su ejecución y creaban un clima de temor y de superstición en los trabajadores. Se reconstruyeron de nuevo las torres, y, desde ellas, fue posible avistar un reducido grupo de monjes que, de algún modo, persistía en la cima del peñasco, a la intemperie. Se dio orden de abatir a todos los pájaros de las cercanías, ante la sospecha de que los monjes se estuviesen alimentando de su carne y de sus huevos, y se inició un nuevo asedio. Se arrojaron cadáveres corrompidos, nidos de avispas y cestos de serpientes venenosas, durante días, hasta que, al fin, dejó de percibirse actividad alguna allá en lo alto. Entonces se reiniciaron las obras. Se dijo que los monjes habían sido pasto de los buitres, pero también circularon rumores de todo tipo, tales como que se habían comido entre ellos hasta que el último se devoró a sí mismo, o que habían salido volando entrelazando sus túnicas, o que fueron rescatados por un espíritu llegado del cielo, pues, días más tarde, cuando por fin se consiguió acceder a la cumbre, de los cuerpos de los monjes no quedaba el menor rastro.

Sin embargo, ese incidente fue olvidado rápidamente. Durante veinte años, trabajando día y noche, un enjambre de esclavos fue tallando las paredes de roca, desde la cumbre hasta la base. Un día de finales de agosto, el Soberano quiso echar un último vistazo a la estatua, que ya estaba casi cincelada hasta los tobillos. El escultor ordenó descubrir la inacabable lona que la protegía de las miradas indignas. Incluso así, recubierta de andamios, cuerdas y anclajes, resultaba sobrecogedora. El soberano abrazó al escultor con los ojos anegados en lágrimas y le dijo, con voz entrecortada, que inundaría su casa de oro, que ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos, ni los hijos de aquellos, volverían a desear nada jamás, pues todo lo tendrían aun antes de que pudieran imaginarlo. Ahora que su vigor comenzaba a dar muestras de agotamiento, ya no tenía miedo a la muerte, pues sabía que dejaría tras de él un monumento de tal grandeza y tal perfección que por él sería recordado para siempre. Las obras terminaron poco tiempo después, coincidiendo su fin, tal como estaba previsto, con el trigésimo aniversario de la subida del Soberano al trono, tras la violenta e irresoluta muerte de su hermano mayor. Fueron invitados al descubrimiento de la estatua todos los soberanos vasallos y sus séquitos, así como caudillos tribales, líderes religiosos, y toda aquella persona de relevancia social o política en el Gran Estado Unificado. Acudieron también gentes a millares desde poblaciones vecinas y lejanas: campesinos, músicos, prostitutas, vendedores, acróbatas, timadores, buscavidas del más variado pelaje… Todo estaba dispuesto para el gran evento. El Supremo Soberano, sus siete esposas, sus diecinueve hijos, su Consejo y el escultor, se acomodaron en una tribuna revestida de oro, elevada sobre la multitud. Y a sus pies, descendiendo según su importancia jerárquica, los Siete Vasallos, la nobleza, los hacendados, y, finalmente, la plebe. Exactamente al mediodía sonaron los tambores, las trompetas y los címbalos, anunciando la revelación de la maravilla. Lentamente, el velo infinito que cubría la estatua comenzó a desplazarse, recogido con cuerdas, y, a medida que los primeros detalles de la estatua quedaban al descubierto, un murmullo, y después un clamor de asombro, comenzaron a surgir del gentío. Era… no había palabras, no existían para describir tal perfección, tal belleza. Los más entusiastas aduladores del Soberano se arrancaban los cabellos y chillaban de felicidad, sus detractores tan sólo lloraban desconsolados. La muchedumbre, enloquecida, aclamaba al Soberano, y también al escultor. El viejo monarca lloraba como un niño, aturdido por el orgullo y por la veneración de su pueblo. Entonces uno de sus consejeros se acercó a él y le susurró algo al oído. Al principio el Soberano no entendió bien, y siguió saludando a la multitud con la mirada perdida, pero entonces se fijó en el punto que su consejero le señalaba con el dedo. No, aquello no podía ser cierto. ¡El pie! ¡El pie izquierdo de la estatua! ¡Solo tenía cuatro dedos! Cuatro dedos, cada uno mucho más grande que un ser humano, colosales, gigantescos, perfectos, pero solo cuatro. Miró al escultor, sin comprender, pero este mantenía la vista fija en la estatua y una enigmática sonrisa en la cara. El soberano le preguntó, mientras hacía una seña casi imperceptible al jefe de su Guardia Personal, si, antes de que cualquier persona remotamente vinculada a él fuera desollada y quemada viva, le importaría explicarle qué demonios significaba aquello. El escultor, que a esas alturas ya suponía a su familia y amigos a bordo de un barco en dirección a las Islas Septentrionales, le miró con gesto de camaradería y le contestó: “Supongo, majestad, que nadie es perfecto”. Después se encogió de hombros y siguió contemplando el monolito con actitud satisfecha.

El Soberano, más tarde, trató de rescatar lo que pudiera salvarse de la estatua. Contra la opinión de los sabios, decidió intentar destruir únicamente el malhadado pie, sosteniendo mediante pesadas máquinas el resto del monumento, e insertando en su lugar otro pie esculpido por algún artista con menos afán de notoriedad. Fue un absoluto desastre. La estatua no resistió sobre un solo pie, y se vino abajo una noche, arrebatando las vidas de centenares de obreros. Poco tiempo después, el pueblo, cansado de los desmanes del Soberano, le derrocó sangrientamente, instaurando en su lugar al Gran Líder Libertador, de infausto recuerdo. En cuanto al escultor, a quien imaginamos la más dolorosa de las agonías, cualquier vestigio de su vida o de su nombre fue borrado para siempre.

3 comentarios:

Lunática dijo...

Tu "Coloso" me mantuvo en la intriga hasta el final... Me recordó un cuento (no consigo acordarme en este instante de quién era), sobre un Rey que contrató a un sastre para que le hiciera el traje más bello del mundo. Obviamente, el sastre aprovechó el narcisismo del Rey engañándolo con un traje inexistente. Sólo un niño se atrevió a decirle a Su Majestad que iba desnudo.
Bss.

El Ángel... dijo...

"Nadie es perfecto" muy buena la respuesta, me gustó, y se hizo de lectura fácil y agradable, por momentos pensé que los monjes serian quienes tiraran la estatua, no me esperaba ese final, muy bueno.
Un abrazo.

spulzeer dijo...

yo también pensé que los monjes destruirían la estatua, pero has bordado el final como siempre.

PS: nos debemos unas birritas, no?