lunes, 19 de octubre de 2009

Síndrome de Stendhal

La gente me mira cuando pasa por delante de mí, es inevitable. Ocurre desde que tengo conocimiento. Por la forma en la que se me quedan mirando, por los comentarios que realizan en voz baja, está claro que hay en mí algo que les complace. No sé exactamente qué es, pues nunca me ha sido dado verme. No sé si soy bonita o si soy fea, aunque creo que la fascinación que siente la gente por mí no tiene que ver con una cuestión de belleza física. Es otra cosa, pero no sé qué. Al parecer nadie lo sabe con certeza. Por lo que he podido entender tiene algo que ver con mi sonrisa. Al menos eso dicen algunos. Otros dicen que es cierta cosa en mi mirada, una especie de burla amable, como si estuviera en posesión de un misterio vedado a todos los demás, un enigma cuya solución fuera tan evidente que no me fuera posible ocultar un secreto regocijo. Y así es, en realidad. Porque sé tan poco de mí como la mayoría de ustedes, y todo cuanto sé de mí lo sé por otros, pero sé algo que ustedes no saben. Ustedes ignoran que yo puedo verles, y que escucho cuanto dicen de mí, y por eso hablan y me señalan sin pudor. Esa es mi gracia, y esa es también mi maldición. Por eso sé que me llaman la Gioconda, y también la Mona Lisa. Quiero creer que mi padre no era consciente de lo que hacía cuando me insufló un alma. Ahora vivo deseando que un día llegue alguien que, capaz de ver la verdad, me mire a los ojos y comprenda, y en un acto de amor infinito borre para siempre mi sonrisa perpetua.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Un desgraciado accidente


Juro que no la vi venir. No sé por dónde apareció, tuvo que ser por algún punto ciego, no logro explicármelo de otra manera. Sí, era de noche y la visibilidad era escasa, había mucho humo y el resplandor de las luces impedía ver con claridad. También, es cierto que había bebido un poco. Pero soy un hombre experimentado, y puedo asegurar que he manejado situaciones mucho peores que aquella. Tenía todo el campo de visión controlado: por delante, a ambos lados, por detrás… No sé cómo pudo suceder. Yo seguía mi rumbo tranquilo y constante, escuchando la música de fondo y fumando, pero centrado. No soy un tipo que se despiste fácilmente. Errores del pasado me enseñaron a evitar distracciones indeseables. Sin embargo, cuando me quise dar cuenta ya la tenía encima, no me dio tiempo de reaccionar. El impacto fue brutal. De lo que sucedió después, tan solo tengo algunos recuerdos fragmentados, y no consigo saber cuáles son reales y cuáles me inventé. Veo su rostro congelado en un haz de luz, mirándome con expresión de asombro, escucho las voces de mis amigos preguntándome si me encontraba bien, luego una confusión de sábanas blancas, unas manos explorándome y un ventilador en el techo. La única certeza que tengo es la de haberme despertado días después en esta cama con el corazón roto en mil pedazos. No quiero piedad ni comprensión, y mucho menos perdón. Asumo mi responsabilidad, y cargaré con ella lo que me quede de vida. Tan sólo quiero saber una cosa, ¿cómo está ella?

martes, 13 de octubre de 2009

Tú no lo harías


Tengo un sentimiento ambivalente hacia la publicidad televisiva. Por un lado me parece un mundo apasionante donde la creatividad campa a sus anchas. Hay anuncios que son auténticas obras de arte, prodigios de sensibilidad, innovación o sentido del humor, una gozada para la vista. Por otro lado, creo que tiene un componente intrínsecamente perverso. A menudo se trata de convencer a la gente de que compre productos que no necesita, de informarle de asuntos que no le interesan y de responder a cuestiones por las que no ha preguntado. Además lo hace de un modo invasivo. Casi nadie se tragaría voluntariamente diez minutos de anuncios a menos que asista a un certamen de publicidad, pero tenemos que comulgar con ello para ver programas de televisión que nos interesan. Y, cada vez con más frecuencia, el mensaje que nos transmiten no guarda relación alguna con aquello que se publicita. Ya no se trata de informarnos de las razones objetivas para comprar este coche en vez de este otro o de qué ingredientes hacen de la nueva versión de un perfume algo diferente a la anterior, sino de llamar nuestra atención y de que asociemos determinada marca a una imagen atractiva. No de convencernos con argumentos, sino de embaucarnos, en definitiva. Eso, cuando no tratan directamente de engañarnos. Por ejemplo cuando una cadena de comida rápida se precia del amor y el cuidado artesanal con el que una serie de trabajadores indolentes y desmotivados confeccionan sus clónicas y paupérrimas hamburguesas, cuando un banco alardea de pensar en nuestro beneficio por encima del suyo o cuando, en el colmo del cinismo, una compañía de telefonía móvil trata de vendernos un contrato leonino como un pasaporte hacia la libertad. “Porque lo importante eres tú”. Ya, y un huevo. ”Pensamos en tí”. Sí, en mis bolsillos, concretamente, y en cómo vaciarlos. O los de las Fuerzas Armadas, esos son muy buenos. Salen soldados saltando en paracaídas, aprendiendo a manejar maquinaria pesada, estudiando o entregando sacos de arroz a sonrientes turbas de africanos hambrientos. Uno espera ver aparecer de un momento a otro a un soldado llevando en sus brazos a un tembloroso cervatillo para salvarlo de las llamas. Pero, vamos a ver. QUE SOIS SOLDADOS, COÑO. En un ejército que se precie de serlo te enseñan a combatir, a matar eficientemente sin cuestionar las órdenes, y lo demás son polladas.


Pero los anuncios que más me joden, con diferencia, son aquellos que se dirigen al teleespectador como si los anunciantes le conocieran de toda la vida. “Porque sabemos lo que quieres”. “Porque tú lo vales”. “La oferta que estabas esperando”. “La casa de tus sueños”, etc.
Afortunadamente, hace muchos meses que la antena de mi casa dejó de funcionar, y no he dado un solo paso para arreglarla, por lo que, generalmente, estoy a salvo de las embestidas publicitarias. Sin embargo soy aficionado al cine y alquilo películas con bastante frecuencia en el videoclub. Pues bien, ahora aparece en casi todos los estrenos un anuncio contra la piratería que me toca especialmente los cojones. En él aparecen una serie de personas cometiendo diversos actos entre lo hijoputa y lo criminal. Por este orden: una tipa con traje ejecutivo fumando en el ascensor junto a una embarazada, con aire chulesco; un conductor que, no solo se salta un paso de cebra estando a punto de llevarse por delante un cochecito de bebé, sino que encima se permite, el muy cabrón, mandar a paseo con un gesto despectivo a los sobrecogidos padres; un tío rayando con una llave el coche de un desconocido; una pareja de adultos de estética burguesa procediendo a derribar contendores de basura a patadas; y, finalmente, a un atribulado inmigrante sudamericano cerrando una lona repleta de cedés piratas ante la presumible llegada de la Policía. Obviando la burda intención de equiparar la gravedad de unos hechos con la de los otros, cabe señalar, curiosamente, que tal como está rodado el anuncio da la impresión –al menos a mí -de que todos esos actos deben ser súper divertidos de realizar. Vamos, que te dan ganas de salir a la calle a romper espejos retrovisores y emprenderla a puntapiés con los cubos de basura. Pero lo realmente indignante viene después. “Tú no lo harías”, dicen. ¿Y vosotros qué carajo sabéis? ¿Acaso me conocéis? Si tuviera que vender cedés piratas en la calle para poder comer caliente esta noche, claro que lo haría. Pero es que, además, ¿vosotros cómo coño sabéis quién soy yo? ¿Quién os dice que no me dedico a atracar bancos a punta de pistola, o a torturar y violar ancianas en sus domicilios? ¿Que me conocéis, decís? Pues os vais a cagar, pedazo de imbéciles. Voy a salir a la calle a liarla parda, hombre. Voy a mear a través de las ranuras de los buzones de Correos, voy a tirarme pedos a mansalva, sonoros y malolientes, en la guagua y a culpar por ello al discapacitado que se siente a mi lado, voy a ir a mofarme del finado a la puerta de los velatorios, sólo por reírme un poco, no pasará monja a mi lado sin verme la picha, voy a robar lo que no está escrito, y, por supuesto, voy a descargarme cuanta música y cine ilegal me venga en gana, a saco. O sea, me voy a descargar la puta colección completa de Steven Seagal solo por joderos. Porque ya me habéis tocado los huevos, hostia. Que yo no lo haría, decís, como si me conocierais de algo… Pues mira por dónde, no, no lo había hecho nunca, pero me habéis dado unas cuantas buenas ideas. Gilipollas.