sábado, 9 de enero de 2010

Kadogo



No me importa lo que digan: cuando matas a tantos, ya no hay perdón. Soy un kadogo, un niño-soldado, y siempre lo seré. Esta es mi historia:



Vivía con mi padre, mi hermana, y la nueva mujer de mi padre, en Bunyakiri, el pueblo en el que nací. Mi padre era comerciante, y yo me dedicaba a cultivar la parcela que teníamos. Algunos días, también iba a la escuela. Una noche llegaron soldados. No vestían de uniforme, sino con ropa deportiva. Eran tutsis, como nosotros. El mayor no tendría más de dieciséis años. Entraron en casa y cogieron cuanto quisieron. Después, nos sacaron afuera y le dijeron a mi padre que, si no les daba cien dólares, se nos llevarían a mí y a mi hermana con ellos. Vumilia, la mujer de mi padre, mintió diciendo que no teníamos ese dinero. Mi padre, por algún motivo, calló. Entonces los soldados se enfadaron mucho. Le dieron una paliza a mi padre y se llevaron a Vumilia otra vez hacia la casa. Después lo incendiaron todo, nos metieron a mí y a mi hermana en un camión, y partimos hacia la selva.



Yo tenía doce años, y era alto para mi edad, pero estaba muy asustado. Pensé que iban a matarme, o que me comerían. También temía por mi hermana Gretchen. Nos llevaron a un campamento cerca de Bukavu, en el sur de Kivu. Toda esa zona estaba controlada por las tropas del CNDP, de Laurent Kabila, el general rebelde que trataba de derrocar a Mobutu. Sin embargo, los soldados que nos secuestraron pertenecían a un pequeño grupo que operaba de manera independiente. Los lideraba una mujer con fama de hechicera. Decían que era hija de un leopardo y de un demonio del bosque, que tenía los ojos azules y la piel blanca como el vientre de una serpiente, y que sus dientes eran una hilera de colmillos. Que teñía su pelo con la sangre de los hombres y con el ciclo de las mujeres, y que su cara, surcada por profundas cicatrices, inspiraba terror. Decían que su presencia marchitaba las cosechas y enloquecía a las bestias, y que podía matar a un hombre con solo desearlo. Karabá, se llamaba. Nos condujeron hasta su tienda. Cuando Karabá me vio, dijo que era un muchacho hermoso, y que sería un gran soldado. También dijo que mi hermana sería una mujer hermosa, y que nos tomaría bajo su protección. Me dio un fusil y me invitó a beber un líquido verdoso que me enardeció. Esa noche me dijeron que tenía que matar a un hombre. No era mucho mayor que yo, en realidad; apenas dos o tres años. Lo hice. Le disparé, y después seguí disparando al aire. Nunca he reído más salvajemente que aquella noche.



A mí me enviaron a luchar, y mi hermana se quedó en la casa de Karabá, en lo profundo de la selva. Karabá vivía junto a un grupo selecto de lugartenientes en una antigua fábrica de cacao, de los tiempos de la ocupación belga, que aún se sostenía en pie.



Todos mis compañeros eran niños, como yo. Había alguno que rozaba la mayoría de edad, pero siempre, más tarde o más temprano, eran llamados de nuevo a presencia de Karabá. Se decía que Karabá les sometía a una prueba, y que, si la afrontaban con éxito, se quedaban a vivir con ella en la vieja fábrica. Si no, se los comía. Lo cierto es que ninguno de mis compañeros volvió a aparecer después de ser llamado por ella.



Durante tres años hice cosas que no quiero recordar. Los malos sueños todavía me asaltan incluso estando despierto.



Combatíamos al Ejército regular y a los mai-mai. Fumábamos marihuana, y esnifábamos cocaína mezclada con pólvora. Cada uno tenía un nombre elegido por él. Estaba First Blood, nuestro sargento, un chico de quince años que coleccionaba los penes amputados de sus víctimas. También estaban Firestorm, Come-almas, y Pequeño León. Yo elegí Hombre de piedra, pues eso hice, convertirme en una piedra. Una piedra que nada podía traspasar. Ni el hambre, ni las balas, ni las enfermedades, ni las emociones. Nada. Así sobreviví.



Robábamos cuanto queríamos. Mis compañeros eran mis hermanos, y Karabá era nuestra madre. Éramos niños mandados por niños, mandados por una bruja, e hicimos cosas terribles. Maté a muchas personas. Una vez le corté los dos brazos a una mujer embarazada, y después me senté a comer con mis hermanos mientras ella gritaba y se desangraba. Al cabo de un rato dejó de gritar y me acerqué a ella. Le toqué la barriga: El niño, o la niña, aún se movía. Adelanté su muerte con un disparo. Otras veces violábamos a las mujeres, y también a los niños que no querían venir con nosotros. Matábamos a los bebés, que no servían para nada.



Un día yo también fui llamado en presencia de la bruja. Por entonces acababa de cumplir los quince años. Mis compañeros y yo lo habíamos estado celebrando, cantando y emborrachándonos. Un chico muy fuerte, de unos diecisiete o dieciocho años, apareció en nuestro campamento. Dijo que se llamaba Bad news, y que había venido a buscarme. Cogí mis cosas y me adentré con él en la selva. Por él supe que en la casa de Karabá vivían siete muchachos de forma permanente, de los cuales él era el mayor. También supe que en la fábrica había un foso con cocodrilos, y que tenían televisión y ordenadores. Su nombre auténtico era Lucien. Le gustaba el fútbol, y decía que, cuando se acabase la guerra, utilizaría el dinero que Karabá guardaba para él probando fortuna como futbolista en Europa. Aseguraba que era muy bueno. No era un muchacho muy listo.



El recinto de la fábrica era muy grande, casi tanto como mi viejo poblado. Delante del edificio central se desperdigaban varias tiendas de campaña, pertenecientes a la guardia personal de Karabá, y ardían unas cuantas hogueras. A ambos lados de ese mismo edificio, y por detrás, discurría el foso, alimentado por un meandro del río. Al anochecer entraban en él los cocodrilos para comer las sobras de comida que los chicos arrojaban por diversión. Se decía que, por las noches, desde la fábrica, llegaban los gritos de los viejos amos blancos que fueron descuartizados por sus esclavos tiempo atrás; sin embargo, a mí me parecía un lugar maravilloso donde vivir. Los chicos fumaban, bebían, y jugaban al billar y a las cartas. Había muchas máquinas viejas en la planta de abajo, y sillones, y un viejo helicóptero desvencijado. En la planta de arriba vivía Karabá. Pregunté por mi hermana Gretchen. Me dijeron que había una chica con ese nombre al servicio de la bruja, que cocinaba y limpiaba para ella, y que apenas salía del piso de arriba. Dos jóvenes soldados me escoltaron hasta la habitación de Karabá. Estaba sentada en un trono de piel humana, y del techo colgaban cráneos humanos. A su lado, de rodillas, estaba mi hermana. No pareció reconocerme; ni siquiera cuando la bruja, que sí se acordaba de mí, me llamó por el nombre de mis padres. Karabá cogió mi cara con sus manos afiladas y dijo que me había convertido en un muchacho aún más hermoso, y que el hecho de que siguiese vivo confirmaba que era un gran soldado. Me preguntó si quería quedarme a vivir en la fábrica, y supe que debía decir que sí. Dijo que esa noche me haría llamar de nuevo, y me despidió. Antes de salir miré de nuevo a mi hermana. Seguía sin dar señales de reconocerme. Cuando bajé, pregunté por Bad News, pero no parecía estar por ningún lado.



Llegó la noche, y fui conducido por tercera vez ante Karabá. Ordenó que nos dejasen solos, únicamente mi hermana permaneció en la estancia con nosotros. Entonces Karabá hizo que Gretchen trajese un cuenco con el mismo líquido verdoso que bebí la primera vez que vi a la bruja. Bebí, y de inmediato sentí que mi alma y mi cuerpo se separaban. Después, Karabá tomó mi cabeza y la hundió entre sus pechos. Esa noche, y muchas más en adelante, tuve que fornicar con la bruja para salvar la vida. A veces me elegía a mí, y otras veces a alguno de los demás muchachos. Nadie volvió a ver a Lucien. Unos decían que se había ido a Europa para ser futbolista, otros decían que había enfadado a Karabá, y que esta le había echado a los cocodrilos.

3 comentarios:

Lorenia dijo...

Qué triste, ahora habrá que leer algo bonito para recompensar el dolor.

Anónimo dijo...

sencillamente horrible y esto no es nada ante la cruel realidad que aun se vive en el Africa maldita sea cuanta maldad e impotencia ante tanta crueldad quien hara justicia a esos millones de niños muertos y victimas kadogo ...Dios esta muerto y todas las religiones suenan a estupida y vacia burla,pura mierda antigua que hasta ahora apesta

Anónimo dijo...

por culpa de unos pobres imbeciles politicos de mierda egoita del congo y otros lugares del africa,se esta incendiando en dolor toda una raza y cuantas generaciones parece que la maldad fuera a ganar,maldita sea mueran los genocidas del Africa