martes, 19 de enero de 2010

La voluntad de Telma



-Mira, ahí viene tu chica -dice Sandra con regocijo.
-Que te den –responde Jose, ahogando un bostezo.
Son las nueve menos cinco de la mañana de un lunes a mitad de julio. Telma, como de costumbre, ya está en la puerta de la autoescuela esperando a que abran, mientras Jose, desde el interior, observa su figura encorvada a través del cristal. Esos cinco minutos antes de comenzar la semana laboral son sagrados para Jose, o al menos lo eran hasta que le asignaron a Telma como alumna. El cigarrito que acostumbra a echarse en la puerta de la autoescuela antes de empezar a trabajar significa para él mucho más que otro de tantos chutes regulares de nicotina. Para él, ese primer cigarro de la semana es como la última voluntad de un hombre ante el pelotón de fusilamiento, como la inyección de EPO que le va a ayudar a subir el Tourmalet hasta la llegada del próximo fin de semana. Podría considerarse casi un derecho desde el punto de vista humanitario. De un modo vagamente supersticioso, intuye que si consigue fumarse ese cigarro tranquilamente, si consigue saborearlo en paz, el resto de la semana será tolerable; podrá con lo que le echen. Pero si no, será el preludio de otra semana de mierda.


Dentro no se puede fumar, así que, por un momento, sopesa la idea de salir fuera y pedirle a Telma que le conceda un par de minutos de silencio y de introspección para fumar a solas. Quizá ella lo entienda y lo respete. Vuelve a observarla desde la ventana. Telma ha sacado de su bolso una de esas cajitas de maquillaje con espejo incorporado y se está agregando más colorete en los pómulos, ya de por sí encarnados como los de un obrero irlandés en día de paga. Pasa un señor a su lado y Telma le dice nosequé. No, definitivamente no es una buena idea. Telma no sabría permanecer en silencio ni aunque el futuro de la humanidad dependiera de ello. Si sale a fumarse el cigarrillo junto a Telma acabará en la cárcel, probablemente, y ella en quirófano para que le extraigan un mechero incrustado en el hipotálamo; así que se resigna como buenamente puede.


-¿Abrimos ya? –pregunta Sandra -Son casi las nueve.
-Que se espere –gruñe Jose mientras hojea el “Marca”.
-Está mirando su reloj.
-Me da igual; que se espere.
A las nueve y dos minutos Jose decide abrir la puerta; de todos modos ya esperan fuera un par de alumnos más.
-¡Buenos días, Jose! ¡Hola, guapísima! –saluda Telma mientras saca de su bolso un recipiente envuelto por una bolsa de plástico.
-Buenos días, señora Caicedo –contesta Sandra con una sonrisa maliciosa en su rostro. Jose no responde al saludo, pero Telma no parece darse cuenta.
-Mira, Jose, te he traído unas albóndigas en salsa que hice ayer. Ya, ya sé que me dijiste que no te trajese más cosas, pero estoy segura de que no has comido nada caliente en todo el fin de semana, seguro que solo latas y porquerías de esas. Que ahora que estás solo y no tienes nadie que te cocine, te vas a quedar en los huesos. Entre eso, y tanto fumar, bla, bla, bla…
Jose profiere un escueto “gracias” mientras Telma sigue parloteando, y coge la bolsa con el tupper.
-Si quieres yo te las guardo –dice Sandra con una sonrisa que muestra todos sus dientes, hasta los molares.
Si se pudiese deletrear la expresión hija de puta mediante una sola mirada, esa sería la que en ese momento Jose dirigió a la secretaria.
-Venga, señora Caicedo –dice -, acabemos de una vez con esto.
-Querrás decir empecemos.
-Eso.
-Y te tengo dicho que me llames Telma, que ya hay confianza. Por cierto –prosigue Telma mientras se dirigen al coche estacionado en el exterior -, qué pena lo del otro día. Estaba segura de que esta vez aprobaría. ¡Ay! Me llevé un disgusto cuando me suspendieron…
-Suele ocurrir cuando uno se come la barrera de acceso al parking del centro de exámenes –apunta Jose con brusquedad.
-Si el examinador me dice que siga de frente, yo sigo de frente.
-Ya. Venga, suba.


-Hoy estás de malas pulgas, ¿eh? Mi difunto marido, que en gloria esté, también era así. El día que se levantaba con el pie cambiado no había quien le dirigiese la palabra. Tenía mucho carácter, mi Andrés. Una vez…
-El cinturón, señora Caicedo.
-Ah, sí. Una vez mi Andrés, que en paz descanse, se enfadó tanto con el señor de la ventanilla de la Seguridad Social que acabó en comisaría. Yo pensé que le iba a dar un síncope allí mismo, porque…
-Punto muerto.
-… se puso rojo como un tomate, y empezó a pegar gritos y voces a todo el mundo. Yo intentaba calmarle y le decía: “Andrés, así no vas a conseguir nada. Andrés, tranquilízate…”
El coche pega un sonoro trompicón.
-Punto muerto, señora Caicedo.
-¡Ay! Sí, Jose, lo siento. Es que hoy me he levantado muy nerviosa, ¿sabes? Me ha llamado mi hija y, ¿sabes lo que me ha dicho?
-Ponga el intermitente e incorpórese despacio cuando no venga nadie.
-Pues me ha dicho que este fin de semana no puede venir a verme, que tiene que hacer cosas. “¿Y qué cosas tienes que hacer?”, le digo. Y me dice…
-Cuidado con el camión, señora Caicedo.
-Sí. Y me dice: “Mira, mamá, yo tengo mi vida. No puedo ir a verte siempre que te apetezca”. Y yo le digo: “Ya lo sé, Maite, ya sé que tienes tu vida. Yo también tengo la mía, ¿sabes?” Y…
-¡Cuidado con el camión! ¡Cuidado! ¡Joder!
-¡Tranquilo! Tranquilo, hijo mío, no te pongas así. Si le había visto venir; tan solo me he asomado un poco para que me viera él también a mí.
-Pero, ¿para qué demonios quería usted que él la viera?
-Para que viera que quería salir.
“Dios”, piensa Jose, “no puedo con esto; de verdad, no puedo”.
-Vamos a ver, señora Caicedo. Hace tiempo que nos conocemos, y espero que me permita hablarle con toda franqueza. Usted no va a aprobar el examen, ni ahora, ni mañana, ni pasado mañana. Es más: no debe aprobar ese examen. Si hay alguien que jamás debería manejar un artefacto mecánico a más de veinte kilómetros por hora, esa es usted. Podríamos estar ocho horas al día, siete días a la semana, y no conseguiría que entendiese la lógica por la que se rige nuestro Código de circulación, y mucho menos el funcionamiento de un automóvil. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, la práctica de conducir un coche, y usted, resultan incompatibles.
Telma le miraba con una expresión extraña, y Jose empezó a sentir una molesta opresión en el estómago.
-Ademas –continuó en un tono ligeramente más amable -, ¿para qué necesita usted, a su edad, aprender a conducir? ¿A qué viene tanto empeño?
Telma permaneció unos instantes en silencio; parecía a punto de llorar. A Jose le invadió una sensación de estúpida culpabilidad.
-Mi hija vive en Valencia con mis nietos, ya lo sabes. Yo sé que me quieren mucho, pero casi nunca vienen a verme, y les hecho de menos. Ya estoy un poco mayor, y me siento muy sola a veces. Si supiera conducir podría ir a verles yo a ellos los fines de semana.
-Señora Caicedo…
-Telma, por favor.
-Telma: Valencia está a cuatro horas por autopista a buen ritmo. Cuatro de ida y cuatro de vuelta, por autopista. O sea, coches circulando a toda velocidad por un lado y por el otro. Usted es consciente de eso, ¿verdad?
-Sí, hijo, lo sé. Pero es que además hay otro motivo. Le prometí a mi pobre Andrés, que en paz descanse, que me sacaría el carné de conducir. Eso fue después de su apoplejía, cuando ya no podía valerse. Le dije que me sacaría el carnet, y así podríamos ir los dos al pueblo cuando quisiéramos. Poco después le dio el infarto. ¡Ay, mi pobre Andrés! Doce años hace ya que estoy sin él. ¡El pobre, con lo bueno que era y la paciencia que tenía!
Entonces se saca de nosedonde una foto tamaño carnet del susodicho Andrés, la besa con devoción y suspira. Jose solo acierta a ver a un señor muy delgado, calvo y con gafas negras de pasta.
“Joder, señora, no me haga esto”, piensa Jose.
-Es la única ilusión que me queda, y sé que él se sentiría muy orgulloso de mí.
“¡Bah, mierda, a tomar por culo!”, piensa Jose.
-Está bien, señora Caicedo, vamos a intentarlo otra vez.
La cara de Telma se ilumina como un escaparate en Navidad.
-Gracias, hijo. Eres un buen muchacho. Seguro que tu mujer se lo piensa y vuelve contigo, ya verás. Mira que llevarse a los niños con ella… Estas cosas, en mis tiempos, no pasaban. Mi Andrés y yo, por ejemplo, nunca discutíamos. El siempre decía que…
-Perdone, señora Caicedo –le interrumpió Jose -, pero prefiero no hablar de eso. ¿Le parece si arrancamos?
-Ay, claro, Jose. Es solo que me preocupo por ti. Para mí, ya eres casi como un hijo. ¿A dónde vamos?
-El intermitente, señora Caicedo. Así, muy bien. Pues conozco un parking cerca de aquí que suele estar semivacío. Ahí no hay posibilidad de que nos estampemos de frente con un camión de bomberos, o que arrollemos a ningún niño saliendo del colegio, ni nada de eso.
-Yo, lo que tú me digas.
-Pues venga. A ver, vamos saliendo despacito. Así, muy bien…
-¿A que este fin de semana tampoco has llamado a tu madre?


A las diez y veinte de la mañana, Telma entra por la puerta de la autoescuela completamente azorada.
- ¡Ay, Sandra, qué disgusto! ¡Ay!
-¿Qué ha pasado, señora Caicedo? –pregunta la secretaria -¿Y dónde está Jose? Le he llamado y no me coge el teléfono.
-¡Ay, hija mía, qué disgusto! ¡Ayayay!
-Tranquilícese, siéntese aquí, venga. Cuénteme. ¿Qué ha ocurrido?
-¡Ay, Jose! ¡El pobre, que se lo han llevado preso!
-¿Cómo dice?
-¡Sí, hija! ¡Que lo han detenido! Casi se lía a mamporros con un guardia y se lo han llevado.
-¿Quién, Jose? Pero, ¿y eso por qué? ¿Qué ha pasado?
-¡Ay! Pues nada, que íbamos por una calle en plena hora de entrada de los colegios, y me ha llamado mi hija, y yo me he puesto nerviosa, y me he metido en una entrada de garaje para coger el teléfono, y entonces Jose se ha enfadado y me ha dicho que qué hacía, y entonces yo he colgado el teléfono y he salido marcha atrás, pero con los nervios no me he dado cuenta y he salido en dirección contraria, y casi nos chocamos con un coche que venía de frente, pero yo he frenado y Jose se ha dado un coscorrón contra la cosa esa de dentro del coche, la de delante, el salpicadero, eso, y entonces se ha formado un atasco, porque he intentado dar la vuelta y llamar a mi hija para que no se preocupase, todo a la vez, y el coche se ha quedado cruzado en la calle, no sé cómo, y Jose se ha puesto a pegarse gritos con un señor, y yo pensé que iban a llegar a las manos, pero entonces ha llegado la policía, y uno de los guardias se ha puesto ha hablarle en muy mal tono a Jose –porque, todo hay que decirlo, el tono no era el correcto, no señor -, y le ha pedido la documentación, y Jose se ha puesto hecho una furia, y le ha llamado de todo al guardia, entonces el guardia ha sacado las esposas y se han cogido del cuello, yo pensé que se mataban, y a llegado el otro guardia y han tirado a Jose al suelo, y Jose no paraba de gritar, como si estuviera endemoniado. No sé qué le pasó. Con lo bueno y lo paciente que es, el pobre. Por cierto, bonita, ¿por qué no te llevas las albóndigas a tu casa? Sería una pena que se al final estropeasen.

9 comentarios:

Gilda Manso dijo...

Cuando leo cosas como ésta, quiero volverme ermitaña.

Sr. Miyagi dijo...

¿Por?

Gilda Manso dijo...

Porque las mujeres como ésa me resultan insoportables. Y los hombres como esa mujer.
Digo, me sentí solidaria con el protagonista.

MalditosTacones dijo...

¡Joder! ¡Qué de puta madre terminar un lunes de curro con un texto como este!
Gracias: por la señora, el profe de autoescuela, la secretaria, los extras y las albondigas...

Salud!

spulzeer dijo...

A mi ella me parece un encanto, es la típica señora cansina de la cola del supermercado, la típica tía -hermana de padre o madre- que te habla como si tuvieses cinco años, la típica que me saca de mis casillas, es verdad, pero la típica en la que podrías confiar tu vida... como mi madre.

Sr. Miyagi dijo...

Me alegra que os haya gustado. Ültimamente ando falto de inspiración, y las palabras no fluyen como me gustaría, así que reconforta saber que el cuento resulta, al menos, simpático.

Dichosos los ojos, Tacones. Salud.

Lunática dijo...

A pesar de la extensión del texto para el blog, me lo he leído enterito... :)
Te diré dos cosas:
-¿Te estás sacando el carnet de conducir?... jejejeje.
-Me han encantado los protagonistas. Denotan soledad, cada uno a su manera. Ella inspira simpatía a pesar de que ni te deja hablar (hay muchas madres y abuelas que viven en circunstancias parecidas: solo quieren ser escuchadas).Por otro lado, y a pesar de la aparente frialdad del "prota" masculino, le dotas de corazón al ponerle de parte de Telma (aunque a lo mejor quería que le apresaran para no tener que oír más sus cuitas... ).

(NOTA: Creí que era la única que estaba pasando una época de "vacas flacas" en cuanto a la inspiración).

VALK dijo...

Saludos, Sr. Miyagi. Soy Valk, vengo rebotá de un Blog afín a ambos, Ceremonias. ¡Me ha encantado el texto!. ¡Guapísimo!. Me has hecho reir a carcajadas, como guión está genial. Si tienes baja la ispiración, ¡Cómo será cuando la tengas alta!. ¡Super-Ao!. Mi cuñado es profesor de autoescuela y voy a decirle que se pase y lea tu texto a ver qué me cuenta, seguro que alguna Telma habrá tenido que sufrir, jajaja. En fin, que ¡Genial!. Un blogabrazo, "Áve César" (lo digo por la foto de encabezado del blog. Todo laureado, (y también, ¿laudanado, tal vez?, jajajaja).......PD:"...jeje, como dice una canción de Forraje, Morenita Mía: ".....hoy no curro y no veas que bien, que me esta sentando este peta.
Tira pa'lante que mañana llegará,
impresionante tu manera de pensar,
si esto se acaba volveremos a empezar,
o simplemente se acabó y ya está....".
Taprontitooo %-)) ;))

Anónimo dijo...

ME PERECIO: A mi ella me parece un encanto, es la típica señora cansina de la cola del supermercado, la típica tía -hermana de padre o madre- que te habla como si tuvieses cinco años, la típica que me saca de mis casillas, es verdad, pero la típica en la que podrías confiar tu vida... como mi madre