martes, 19 de mayo de 2009

Sobre el oficio de las letras

"La vida de un escritor es un verdadero infierno comparada con la de un empleado. El escritor tiene que obligarse a trabajar. Ha de establecer sus propios horarios y si no acude a sentarse a su mesa de trabajo no hay nadie que le amoneste. Si es autor de obras de ficción, vive en un mundo de temores. Cada nuevo día exige ideas nuevas, y jamás puede estar seguro de que se le vayan a ocurrir. Dos horas de trabajo dejan al autor de ficción absolutamente exhausto. Durante esas dos horas ha estado a leguas de distancia, ha sido otra persona, en un lugar distinto, con gente totalmente distinta, y el esfuerzo de volver al entorno habitual es muy grande. Es casi una conmoción. El escritor sale de su cuarto de trabajo como aturdido. Le apetece un trago. Lo necesita. Es un hecho que casi todos los autores de ficción beben más whisky del que les conviene para su salud. Lo hacen para darse fe, esperanza y ánimo. Es un insensato el que se empeña en ser escritor. Su única compensación es la libertad absoluta. No tiene quien le mande, salvo su propio espíritu, y eso, estoy seguro, es lo que le tienta".

Roald Dahl

(Gracias, Cande)

lunes, 18 de mayo de 2009

Muerte puta

Anatomía de un crimen

(Otra idea para la misma imagen)

Dios mío, qué desastre. ¿Tú qué dirías que ha pasado aquí? preguntó O´Reilly. Ven, agáchate, dijo Charles. ¿Ves la coloración azulada en el contorno de las uñas? Eso, junto con el estado moderado de rigor mortis y la temperatura corporal, determinará que los sujetos llevan entre seis y ocho horas muertos. La causa de la muerte parece deberse, en el caso de él, a una pérdida masiva de sangre, provocada, casi con toda seguridad, por la herida del cuello. Mira, acércate. Observa los bordes irregulares, el desgarro y la separación de los tejidos. Esto es lo que se llama una herida avulsiva. Yo diría que fue hecha con algún instrumento en forma de gancho, quizá con un gancho de carnicero o algo así, pero para saber eso habrá que hacer un análisis más a fondo de la herida. El resto de las lesiones que se aprecian a simple vista no parecen haber sido mortales de necesidad. También presenta contusiones de diverso grado en el rostro, pero es difícil saber si se produjeron antes o después de la muerte, y en todo caso debieron realizarse por ensañamiento, pues si hubieran querido dificultar la identificación del cadáver, probablemente le hubieran amputado también los dedos para borrar sus huellas. De todos modos, determinar eso es tarea del juez. En cuanto a ella, podría haber muerto por un traumatismo craneoencefálico severo, pues ninguna de las otras heridas que se aprecian en un primer vistazo parece haber sido causa suficiente por sí misma. Las abrasiones en las muñecas nos revelan que debieron haberla atado, y presenta claros indicios de haber sufrido una agresión sexual. De nuevo, es difícil determinar si eso ocurrió antes o después de su muerte sin examinar el cadáver en profundidad. ¿Eso de ahí es mierda?, preguntó O´Reilly, señalando la mancha marrón junto a la puerta. Eso parece, respondió Charles. Podría ser de él, de ella, o de ambos. O de una tercera persona, claro. Y apostaría lo que sea a que esos dibujos en la pared no han sido hechos con pintura roja. Joder, exclamó O´Reilly, cómo nos pasamos anoche, ¿no? Quizá deberíamos limpiar un poco todo esto. Bah, respondió Charles, no te preocupes. Nadie en su sano juicio sospecharía del forense.

Y al final, tu nombre


Me llamaban la Flor de los Cárpatos, así les gustaba anunciarme. También era la niña, la rubia, la de los ojos azules, o simplemente la rumana. Mi aspecto ya llamaba la atención en mi país; no me faltaron novios, ni propuestas de matrimonio. Pero yo quería algo más, sentía que estaba llamada a un destino mayor que ese. Vine con la ilusión de una vida mejor, más luminosa, más brillante. Quería ser alguien de quien se hablara más allá de mi pueblo, uno de esos rostros anónimos y felices de las revistas y las series de televisión. Quería volver dentro de muchos años, con el porte distinguido y elegante de quien lo ha visto todo. Quería llegar y decir: ¿visteis? Lo conseguí. Pero lo que encontré al llegar fue muy diferente. No hubo sesiones de fotos, ni fiestas, ni eventos especiales. Hubo cinco hombres violándome en una habitación sin ventanas, todos a la vez. También él. Hubo palizas, palizas donde creí morir. Hubo heroína, al principio a la fuerza, luego suplicando por ella. Y hubo otros muchos hombres, ogros anónimos, espectros sin rostro ni alma, que a veces me hablaban en un idioma extraño, tratando de comunicarse conmigo, sin entender que se estaban dirigiendo a un cadáver, a un ser mecánico sin una brizna de vida en su interior. Porque llegué a olvidar que estaba viva. Llegó un momento en que me entregué a mi suerte sin objeción, esperando tan sólo que este Purgatorio pasase lo antes posible. No tenía constancia de los días ni de las noches, el concepto de “mundo exterior” se convirtió en algo abstracto para mí. Tan sólo existían las paredes de mi habitación, el largo pasillo, las habitaciones de las otras chicas, y la escalera. La misma escalera por la que bajaba él todos los días, trayéndonos la comida, y también la cruel medicina. Al principio casi ni sentía su presencia. Supe pronto que él no me pegaría, y eso era todo cuanto me importaba. Le dejaba entrar y le dejaba hacer. Tampoco hubiera podido impedírselo. Sin embargo, nunca volvió a tocarme después de esa primera vez. Me inyectaba la dosis y se iba. Yo empecé a aguardar su llegada con expectación. Cada aparición suya era una garantía de seguridad momentánea, se convertía en un ilusorio sentimiento de liberación. Sentía que estando con él no había peligro. Un día me di cuenta de que nunca me había detenido a observarle bien. Era feo. La cara como achatada, arrugado el entrecejo, bajito, chepudo, gastado. Su cuerpo decía que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero me gustaba. Siempre le pedía un poco más, y al principio me lo daba, pero después no. Fue a partir de que empecé a hablarle. Le hablaba porque en él sentía algo distinto, algo que callaba en su interior. Mientras él me dejaba la comida, mientras la recogía, mientras me ponía la dosis, yo le hablaba. Sabía que él no podía comprender, pero aun así le hablaba. Le contaba quién era, cómo era la vida en Targu Ocna. Le contaba sobre mi familia, mis amigos y las cosas que me gustaban, y él callaba y escuchaba. Le costaba mirarme a los ojos. Un día empezó a llamarme por ese extraño nombre. Siempre, al irse, me miraba desde la puerta y pronunciaba esa hermosa palabra. Empezó a reducirme la dosis, al principio casi imperceptiblemente, y luego de manera más evidente. Yo, a pesar de la ansiedad, de las nauseas y los temblores, no dije nada a aquellos que podían entenderme. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que estar viva allí dentro era insoportable. Le rogaba en voz baja que me diese más, le preguntaba por qué, pero él no respondía. Se limitaba a mirarme de aquella manera tan callada, tan triste, mientras hacía lo suyo, y luego, desde la puerta, se despedía de mí mediante esas cinco sílabas. Ayer cambió todo. Me negué a complacer a ese cerdo gordo. Estaba despierta después de mucho tiempo, y no quise, no pude hacerlo. Me reí de él. No me importaron sus golpes ni sus gritos. Tampoco me importó cuando vinieron los demás. Cada puñetazo, cada patada, eran como una victoria para mí. Cuando se fueron, vino él. Se quedó junto a mí, acariciándome, susurrándome al oído mi nuevo nombre. Luego se fue, y me quedé dormida. Me despertó una especie de grito rápidamente sofocado, seguido de un golpe sordo. Se abrió la puerta, era él. Noté al instante que algo pasaba; que todo, para bien o para mal, iba a cambiar a partir de ese momento. Me ayudó a incorporarme y trató de hacerme andar, pero yo apenas podía mantenerme en pie. Avanzamos a trompicones por el pasillo, entre los gritos de las otras chicas. Pude ver a uno de los rumanos tendido en el suelo, sangrando por la cabeza. Llegamos a la escalera, arriba había luz. Luz del sol. Yo hacía cuanto podía por ayudar, pero no tenía fuerzas. Entonces me subió a su espalda y cargó conmigo escaleras arriba. Yo me agarré a su cuello y cerré los ojos, dejándome llevar hacia la libertad, hacia la vida, hacia la muerte, hacia donde fuese. Se escucharon voces de otros hombres provenientes del piso de abajo. Corre, mi amor, corre. Llegamos al piso de arriba, una puerta, una luz. La luz, el mundo, la vida. Me coge en brazos. Un estampido, como un petardo. Se detiene. Cae de rodillas, yo caigo también. Desde el suelo, desde las lágrimas, veo dos siluetas que se acercan. Otro estampido. Adiós, mi amor. Pies que se detienen frente a mí. A partir de ahora, viene lo peor, lo sé. Pero no me importa. No me importa, porque a partir de ahora tengo un nuevo nombre. No sé qué significa, ni necesito saberlo. Teliberaré, ese es mi nuevo nombre.

jueves, 14 de mayo de 2009

Empezamos bien


Odio decir “ya te lo dije”, pero es que ya te lo dije:

http://www.elnuevodiario.com.ni/internacionales/47575

http://www.rtve.es/noticias/20090513/obama-marcha-atras-ordena-que-publiquen-las-fotos-torturas/276539.shtml

http://www.offnews.info/verArticulo.php?contenidoID=14869

http://www.offnews.info/verArticulo.php?contenidoID=14738

Y lo que vendrá. ¿Qué podía ser mucho peor? Si tú lo dices... En todo caso, estaría bien que nos quitásemos de los ojos la venda del buenrrollismo y mirásemos las cosas tal como son, sin etiquetas políticas, sin pigmentaciones de piel, sin demagogia. Más allá de una bella retórica -que lo es -.Tan solo los hechos, en su aséptica crudeza. Sus palabras le hermanan con Martin Luther King, sí, tanto como sus actos con Bush, Jr. y Senior. No diré eso de "mismo perro, distinto collar". Sólo diré que si ladra y menea la cola, un gato no es. Siento aguar la fiesta.

Buenas tardes.

(En realidad no odio decir “ya te lo dije”. Lo cierto es que me encanta...)

lunes, 11 de mayo de 2009

Mundos permeables


Atrapé un pedazo de aire y lo separé en tiernas lonchas. Después, lo pasé por la sartén y se lo di de comer a mis lirios. Estaban hambrientos, tantos días sin comer pelirrojas. Luego recordé que la máquina de convertir el después en antes aún no estaba arreglada, así que me dirigí al ala oeste de la caracola, dispuesto a invocar a mi gemelo malvado por si le apetecía venirse a trepar unos ríos. No, me dijo, no hasta que aparezcan mis tijeras de amputar odios. De todos modos recordé que había olvidado la Llave de la Memoria, así que di media vuelta, y luego otra media, y después varias más. Lógicamente, después de eso me sentí amanecer.
Entonces apagué el ordenador y salí a la calle dispuesto a vivir la extraña ficción de todos los días.

Unos nacen con estrella


Hoy parece que el cielo está despejado. Por suerte o por desgracia, la tasa de natalidad es la más baja de los últimos años. La gente sigue diciendo que es lo normal, que es ley de vida, pero yo no consigo acostumbrarme. Hace poco me cayó uno al lado. Hacía un buen día, así que decidí darme una vuelta por el exterior, a pesar de las advertencias. Cogí la moto y salí con ella al campo. Iba por un camino de tierra cuando, de pronto, se cruzó un conejo delante de mí. Giré para esquivarlo y, justo en ese momento, sentí como algo muy veloz y muy pesado pasaba junto a mí, casi rozándome, y se estrellaba contra el suelo con un golpe seco y un crujido sordo. Perdí el control de la moto y caí al suelo con ella. Al levantarme, miré hacia atrás y vi una masa rosada e informe a unos pocos metros de mí, tendida sobre un charco de sangre. Me acerqué a ella, sobrecogido. Era un varón. Estaba destrozado, reventado por dentro. No es lo mismo verlo así que verlo en las noticias, puedo asegurarlo. Recuerdo que lo asocié a una naranja que alguien hubiese aplastado de un pisotón. Las tripas, los huesos rotos, toda esa sangre; fue espantoso. Intento consolarme pensando que ellos, aunque sólo sea durante unos breves instantes, ven el mundo de una manera que nosotros nunca veremos. Quiero pensar que no tienen miedo, que disfrutan de ese viaje breve y alucinante. Pero la expresión que vi en la cara de ese pobre desgraciado, al menos en lo que se distinguía de ella, transmitía pánico, terror absoluto. Me quedé observándolo durante un buen rato. Emanaba de él tal sensación de, no sé cómo decirlo… de fragilidad, de vulnerabilidad, que, por un momento, sentí el impulso de acariciarlo. Pero no lo hice, claro. Llamé a los Servicios Municipales para que lo recogieran y me fui, viendo por el espejo retrovisor a ese saco sin vida hacerse más y más pequeño.
Realmente me pasó muy cerca. Si ese conejo no se hubiese cruzado en mi camino, me habría caído encima y yo ahora mismo estaría muerto. Al final, después de todo, va a resultar que tengo buena estrella.