martes, 23 de marzo de 2010

Estilo Bonzo (IV)

Suena un estampido, y una nubecilla de arena se levanta a un metro de mí, a mi izquierda. Ivette ahoga un grito. El disparo ha venido del otro lado. Sigo hablando:


-El Señor Cheesburger estaba muy nervioso el martes pasado. Me cogió de la mano y me llevó hasta la jaula de Bernie. Parecía empeñado en entrar, pero quería que lo hiciese con él. Al Sr. Cheeseburger no le gustaban demasiado los elefantes, y a Bernie, a juzgar por sus embestidas contra los barrotes, tampoco le gustaba el Sr. Cheesburger, así que no me pareció una buena idea. En ese momento pensé que quizá, sencillamente, se le había ido la mano con el bourbon, pero después no fue difícil atar cabos.


-Entonces yo tenía razón, ese mono se habría ido de la lengua. No sabes cómo me alivia escuchar eso. Ahora podré matarte con la conciencia más tranquila.


A través del rabillo de mi ojo derecho percibo algo que se mueve entre las sombras. Las oportunidades son caprichosas, y rara vez visitan dos veces el mismo lugar, así que saco el revólver rápidamente, me giro, y disparo al bulto. Se escucha un sonido de vidrios al caer contra el suelo.

Estilo Bonzo (V)

Por lo que sé de las balas, estas acostumbran a hacerles un agujero a las personas por el que sale sangre, pero no suelen fragmentarlas en mil pedazos. Aún así, tardo unos cuantos segundos en darme cuenta de que le he disparado a un espejo.


Unos zapatos brillantes surgen de la oscuridad.


-¡Ah, la ilusión! Todo en esta vida es ilusión, Bonzo. La vida misma es una fugaz ilusión. Por eso yo he decidido invertir los conceptos, y convertir la ilusión en algo real. Y, créeme, lo único real que conozco en esta vida es el dinero.


-No des un paso más, Mandrake. No fallaré desde aquí.


-¿Sabes? La cartomancia es una actividad enormemente provechosa, Bonzo, y no solo desde el punto de vista lucrativo. También confiere cierta serie de habilidades mentales. Entre ellas, la de contar las cosas de manera rutinaria. Se escucharon cinco disparos ahí fuera. Dos balas para Gómez y tres para el gordo. O quizá fueran una para Gómez y cuatro para Sansón. Me imagino que debió ser difícil acertarle a ese psicópata en un lugar donde no tuviese agujeros. Esas cinco, con la que ha jubilado a mi querido espejo Luis XVI casi auténtico, hacen seis.


Su figura emerge lentamente bajo la luz mortecina.


-Quizá te preguntes –añade- como sé que no has cargado más balas.


Mandrake entra en la pista y hace aparecer un cigarrillo de la nada con su mano izquierda. Luego un mechero. El mío. Otra vez, qué hijo de puta. Desde que le conozco, no hay mechero que me haya durado más de un día. Se enciende el cigarrillo. Yo creo que, para tener en mis manos un revólver vacío y estar más cerca de la otra vida que de ambulatorio más próximo, conservo bastante bien la compostura. Sigo apuntándole, pero no creo que pudiese soltar ninguna fanfarronada sin que me entrase la risa. Estoy más acabado que el sastre de Teresa de Calcuta.

Estilo Bonzo (VI)

Se detiene a unos seis metros de mí.


-Lo prueba el hecho de que a estas alturas pueda estar hablando frente a ti y todavía mantenga la cabeza en su sitio. Ivette, querida, descansa. Ya me ocupo yo.


Ivette baja el revólver y se desploma de rodillas, sollozando. Parece muy afectada. Lo sentiría por ella si no fuera porque dentro de unos momentos voy a estar haciéndole compañía a lo que queda del Señor Corsini bajo el inmenso culo de un elefante asiático.


-Sólo hay una última cosa que quiero saber antes de poner fin a esta desagradable situación, Bonzo. ¿Cómo supiste que yo maté al mono?


-El Sr. Cheeseburger tenía problemas, pero sabía distinguir perfectamente un Valium de un Nolotil, Mandrake. Y, además, nunca se le ocurriría echar mano del frasco sin mi permiso.


-Entiendo.


Amartilla el revólver.


-En fin, querido amigo. La Penitenciaría Estatal de Oklahoma, incluso para un escapista profesional como yo, puede ser un lugar muy complicado del que escabullirse. Pero tú sabes eso mejor que nadie ¿verdad? Creo que aquí nos despedimos.

Estilo Bonzo (VII)

-Me he quedado sin tabaco. –digo.


-¿Cómo?


Es cierto, me he quedado sin tabaco.


Mandrake se ríe. Eso es algo que ocurre muy raras veces


-Me encantas, Bonzo. De toda la escoria que he conocido en este mundo, tú eres la más persistente y la más tozuda. Ni siquiera quieres hacerte a la idea de que estás muerto cuando ya estás muerto. ¿Quieres un cigarro?


-Por favor.


Esta vez Mandrake se saca un paquete de tabaco del bolsillo, y me lo muestra.


-Toma, cógelo tú mismo.


Comienzo a andar muy lentamente mientras él me apunta. Está jugando. Siempre le ha gustado jugar, y a mí también. Juguemos, pues.


Ivette implora a Mandrake:


-Francis, por favor, deja que se marche.


Ambos, Mandrake y yo, miramos sorprendidos a Ivette. Definitivamente, sus palabras, por enternecedoras que sean, no pueden estar más fuera de lugar en un momento como este. Esas no son formas.


-Ah, Ivette, Ivette…- suspira Mandrake –Con las mujeres como tú, uno nunca puede estar seguro de si se trata de una chica buena jugando a ser mala, o de una chica mala jugando a ser buena. Todos sabemos que hay más posibilidades de encontrar una cucaracha que hable francés que de solventar este conflicto con un apretón de manos. Nuestro amigo Bonzo no es de ese tipo de personas. ¿No es así, Bonzo?

Estilo Bonzo (VIII)

Sigo avanzando, muy despacio. Estoy a unos cuatro metros de él.


-Así es, Mandrake.


-Es evidente que, por motivos que soy incapaz de imaginar, la señorita Ivette todavía conserva cierta estima hacia ti. No obstante, desgraciadamente para ella, y afortunadamente para mí, su capacidad de elección está seriamente limitada en este asunto, merced a cierta información sobre su pasado que yo poseo y que, en caso de sucederme cualquier tipo de desafortunado incidente, también estará a disposición de las autoridades federales. Por no hablar de cierta red de negocios dedicada a facilitar determinados servicios ajenos a Ley y el decoro a algunos clientes acaudalados.


Estoy a tres metros.


Ivette se pone en pie, con las piernas temblorosas.


-Francis, no.


-Me temo, amigo mío, que la pequeña Dorothy se dejó más de un asunto espinoso sin resolver cuando salió de Kansas a recorrer el mundo.


Dos metros. Desde aquí, puedo contemplar el interior del cañón de su revolver. Al fondo me parece ver angelitos rubios.


Escucho a Ivette, a mi espalda.


-Todas las cosas que te dije eran ciertas, Bonzo, hasta las que no eran verdad.


Estoy escasamente a un metro de la punta del cañón. No voy a conseguirlo. Antes siquiera de dar un paso más, mi cabeza se habrá convertido en arte abstracto.


-Está todo bien, muñeca. Está todo bien.


Mandrake me lanza un cigarrillo sin dejar de apuntarme. Lo cojo en el aire.


-¿Quieres fuego, Bonzo?


Entra una suave brisa a través de la puerta de la carpa. Me llevo el cigarrillo a los labios. Es una buena noche para morir.


-Por favor –digo.


Vamos allá.

Estilo Bonzo (IX)

Suena un disparo, y salto hacia delante. Caigo sobre Mandrake, le sujeto, trato de arrebatarle el revólver. Lo logro con facilidad. Con demasiada facilidad. Durante un breve instante llego a creer que es otro de sus trucos, pero me doy cuenta de que no se mueve en absoluto. Está muerto. Me miro, me toco. Todo parece estar en el mismo estado deplorable que antes. Sigo vivo.


Entonces me giro y veo a Ivette tras una cortina de humo azulado.


Me incorporo con la agilidad de un mueble de cocina. Ivette deja caer el revólver a sus pies. Me acerco a ella. Está tiritando. Me mira con ojos que son dos condenas. Quizá sería apropiado abrazarla.


-¿Qué vamos a hacer ahora, Bonzo? –pregunta.


-No lo sé, nena –respondo-. ¿Sabes algo de ovejas? ¡No, en la cara no!


¡Auch! Mierda.


Mi nariz.



Kepa Hernando

viernes, 12 de marzo de 2010

Adiós, Maestro

"y (el señorito de la Jara) alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque ya se sentía al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y arrastrando la herrada por el patio de guijos, y, de este modo, iban transcurriendo las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al ponerse el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al búho y salía con él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su antebrazo, oteaba los alrededores y, conforme oscurecía, levantaba un vuelo blando y silencioso y volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un pinz´ñon y allí mismo, junto al Azarías, devoraba su presa, mientras él le rascaba entre las orejas, y escuchaba los latidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Ángela, apareándose también, y, de cuando en cuando, le decía,
la zorra anda alta, milana, ¿oyes?,
y el búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora ya no, pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, nos e volvieron a oír, y, a cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran Duque, en tales casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el Azarías venga de reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba con voz empañada,
¿estás cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo"

Fragmento del libro primero de "Los Santos Inocentes", Miguel Delibes (1920-2010)