-Así es, Mandrake.
-Es evidente que, por motivos que soy incapaz de imaginar, la señorita Ivette todavía conserva cierta estima hacia ti. No obstante, desgraciadamente para ella, y afortunadamente para mí, su capacidad de elección está seriamente limitada en este asunto, merced a cierta información sobre su pasado que yo poseo y que, en caso de sucederme cualquier tipo de desafortunado incidente, también estará a disposición de las autoridades federales. Por no hablar de cierta red de negocios dedicada a facilitar determinados servicios ajenos a Ley y el decoro a algunos clientes acaudalados.
Estoy a tres metros.
Ivette se pone en pie, con las piernas temblorosas.
-Francis, no.
-Me temo, amigo mío, que la pequeña Dorothy se dejó más de un asunto espinoso sin resolver cuando salió de Kansas a recorrer el mundo.
Dos metros. Desde aquí, puedo contemplar el interior del cañón de su revolver. Al fondo me parece ver angelitos rubios.
Escucho a Ivette, a mi espalda.
-Todas las cosas que te dije eran ciertas, Bonzo, hasta las que no eran verdad.
Estoy escasamente a un metro de la punta del cañón. No voy a conseguirlo. Antes siquiera de dar un paso más, mi cabeza se habrá convertido en arte abstracto.
-Está todo bien, muñeca. Está todo bien.
Mandrake me lanza un cigarrillo sin dejar de apuntarme. Lo cojo en el aire.
-¿Quieres fuego, Bonzo?
Entra una suave brisa a través de la puerta de la carpa. Me llevo el cigarrillo a los labios. Es una buena noche para morir.
-Por favor –digo.
Vamos allá.
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