domingo, 29 de marzo de 2009

Narrativa (IIX): Voodoo Child


Poco antes de morir a causa de la fiebre, Boniface confesó a Felicité, su muy cristiana esposa, que, secretamente, nunca había abandonado el culto a Damballah. Le contó, aterrorizado, que por un terrible acto cometido en el pasado, del cual no quiso dar cuenta a su mujer, cayó sobre él el maleficio de un bokó. Este le dijo que poco después de morir, en la hora de la magia, despertaría de nuevo sin la protección del ángel grande y saldría de la tumba carente de voluntad, convertido en su esclavo.
Felicité, aun habiendo sido educada en la Palabra del Señor, conocía bien el poder de la Serpiente, así que fue a visitar a la mambó que vivía a orillas del lago Pontchartrain, con la esperanza de que esta supiera cómo revocar el hechizo.
Siguió, como le indicaron, al pájaro de cabeza roja a través de los pantanos, evitando las aguas muertas y la casa del caimán. Cuando llegó a la cabaña de la mambó, esta ya la estaba esperando.
La mambó, tras hablar con los loas, le dijo que la magia que había condenado a su marido era demasiado poderosa para ella, y que no conocía poción, trabajo o sacrificio capaz de paliar sus efectos. Aunque quizá, le dijo, hubiera una manera de engañar al destino, pero sólo si Felicité estaba dispuesta a pagar el precio.
Felicité regresó a su casa y cuidó de Boniface hasta que exhaló su último suspiro. Después dispuso todo lo necesario para que recibiera cristiana sepultura. Boniface fue enterrado al día siguiente en una apartada tumba del cementerio de St. Louis, bajo la sombra de un viejo ciprés.
Esa noche Felicité volvió al cementerio con una pala y un candil de plata, y esperó. A medianoche, cuando Boniface despertó, Felicité sabía lo que debía hacer. Esperó a que terminase de salir de entre la tierra y cuando se acercó a ella elevó el candil para que su luz la iluminase. Un gemido de infinita tristeza le indicó que los blancos ojos de Boniface la habían reconocido. Después, Felicité iluminó la lápida con la luz del candil para hacer saber a su marido que su lugar ya no estaba entre los vivos. Boniface comprendió y volvió a meterse en su tumba. Felicité, con lágrimas en los ojos, volvió a cubrir la fosa de tierra y regresó a su casa.
En adelante, todas las noches regresó al cementerio con la pala y el candil de plata a esperar a Boniface, para darle descanso al menos por un día más.
Sin embargo no transcurrió mucho tiempo antes de que ella misma cayese víctima de la fiebre. Sabiendo que la hora había llegado, la mambó se presentó en su casa, como habían acordado, vestida de lino blanco. Felicité pidió a sus familiares que las dejaran solas. Al cabo de un rato la mambó salió de la cabaña con el rostro pintado de espanto, y nadie volvió a saber más de ella. Felicité murió un par de horas después. Al día siguiente se celebró un funeral por ella en la parroquia, y por la tarde fue enterrada bajo el ciprés junto a Boniface. Junto a ella, por expreso deseo suyo, fueron enterrados una pala, velas, y un candil de plata.
Esa noche, en la hora mágica, Boniface salió de nuevo de su tumba, y de nuevo Felicité estaba esperándole para mostrarle el camino, que ahora era el de ambos.

Esto es sólo una leyenda que yo cuento tal como a mí me la contaron.
Sin embargo, si yo fuera tú y estuviera de paso en Nueva Orleans, y por casualidad me encontrara a medianoche en el cementerio de St. Louis junto a dos lápidas borrosas al pie de un viejo ciprés, procuraría llevar conmigo una pala y un candil de plata. Y si escuchas a lo lejos un golpe seco y metálico no te aflijas demasiado. Bien pudiera ser Felicité tratando de mostrar al terco Boniface el camino de vuelta a casa.

viernes, 27 de marzo de 2009

Narrativa (VII): El primogénito


Finalmente, después de muchos años trabajando en secreto en la soledad de su laboratorio, el Doctor Esaú Rosales había conseguido crear el robot perfecto. Era consciente de que el ingenio que había creado no tenía parangón en el, hasta entonces, incipiente campo de la robótica. Sin embargo, ante la previsible conmoción que podría causar en el ámbito de la Ciencia en particular, y en general en una sociedad extraordinariamente sensibilizada tras los desastres de la guerra en Europa, quería estar seguro de la fiabilidad de su creación antes de darla a conocer al mundo. Además, como científico, consideraba indispensable someter a su robot a un período de experimentación controlada. Es por ello que, para tal fin, y también, por qué no decirlo, por un autoindulgente rapto de vanidad, lo había ideado como una réplica exacta de sí mismo, y lo había instruido con paciencia y minuciosidad en las más diversas disciplinas del pensamiento, el arte y la ciencia, con la intención de hacerle pasar por un imaginario y largamente ausente hermano gemelo suyo.
Se decidió a presentarlo en sociedad coincidiendo con la celebración de una reunión diplomática en el Club Rotario de Barcelona, del cual era miembro. En previsión de que algo se escapase a su control o de que su artefacto, de alguna manera, llegase a constituir un peligro para los allí presentes, decidió llevar consigo un pequeño dispositivo que había fabricado a tal efecto, de manera que, accionando un pequeño interruptor, los circuitos cerebrales del robot se colapsarían provocando su inutilización permanente. Sin embargo, a pesar de sus temores iniciales, sus amigos quedaron fascinados desde el primer momento por el encanto y el saber estar del autómata, a quien el doctor presentó como su hermano Jacobo, poeta, viajero, comerciante y hombre, en definitiva, de rica y extravagante vida bohemia. El doctor Rosales pudo constatar, complacido, cómo nadie, ni siquiera los más avezados biólogos, psicólogos o ingenieros allí presentes, se apercibía del engaño. Animado por el éxito cosechado por Jacobo, y aprovechando los numeroso viajes que efectuaba con fines académicos, lo llevó consigo a París, Londres, Nueva York, Roma, y tantos otros destinos idóneos para su enriquecimiento cultural y vital, en los cuales Jacobo hizo siempre gala de unas extraordinarias habilidades sociales, parejas, cuando menos, a las del mismo doctor. Todo parecía marchar a las mil maravillas. Los resultados del experimento superaban sus mejores expectativas, y cada vez se vislumbraba más cercano el día en que el doctor Rosales pudiera revelar al mundo su milagrosa creación.
Sin embargo, los acontecimientos comenzaron lentamente a tomar un cariz imprevisto. Por ejemplo, Jacobo se había integrado con tal éxito en la vida de su supuesto hermano Esaú, que en más de una ocasión llegó a ser invitado a algún acontecimiento del que el doctor fue, no obstante, relegado. Además, sus primeros escritos, que el doctor Rosales había presentado con timidez a diferentes editores de su confianza, comenzaban a cosechar un moderado éxito. El nombre de Jacobo Rosales empezaba a sonar con inusitada frecuencia en los corrillos de sociedad, y en especial en los de las jóvenes casamenteras. El doctor comenzó a sentir cierta envidia de su máquina. Ello era, por supuesto, ridículo, pues además de estar convencido de la inutilidad de dicho sentimiento, para su mentalidad científica carecía de toda lógica comparar sus aptitudes con las de una máquina, por mucha apariencia humana que esta tuviera. A veces se sorprendía a sí mismo acariciando la idea de apagar a Jacobo y dar el experimento por nunca realizado, pero de inmediato la desechaba por acientífica, consciente de estar dando pábulo a sus más despreciables pulsiones humanas. Incluso, trató de analizar con absoluto rigor científico la creciente simpatía que su prometida, Raquel, parecía sentir por Jacobo. Pero un día se le presentó la excusa perfecta para terminar con el experimento. Jacobo llegó más tarde de lo acostumbrado a casa, y además trayendo consigo un olor, un aroma a perfume femenino, que el doctor creyó reconocer como familiar. Ante los requerimientos del doctor por averiguar dónde había estado, Jacobo se negó a dar ningún tipo de explicación. Entonces el doctor bajó a su laboratorio, enfurecido, cogió el mando destinado a inutilizar el cerebro mecánico de Jacobo, y accionó el interruptor.
Cuando, días más tarde, sus conocidos comenzaron a extrañarse por la ausencia de su hermano, Jacobo les contó que el doctor había tenido que emprender un lejano viaje debido a sus estudios científicos, y que no sabía dar cuenta de la fecha estimada de su regreso.

miércoles, 25 de marzo de 2009

El perro que corría delante de los gatos


Se acaba de morir Tristán, el perro más bueno del mundo, mi amigo.

Te has ido, bicho feo. Adiós, perro bueno, perro pulgoso, orejas de gremlin, patitas de pollo, nariz de trufa, labios negros…

Mi hermano me ha llamado hace un rato y me ha dado la triste noticia. Cuando mi madre llegó a casa esta tarde, Tristán no salió a recibirla como de costumbre. Le descubrió yaciendo inerte en medio del pasillo, en la penumbra, muerto. Suponemos que ha sucedido de un modo repentino, es probable que se haya tratado de un ataque al corazón. Si así ha sido, ha debido reventarle de puro grande, de puro simple, de puro bueno. Ahora, mientras escribo, afloran a mis ojos las primeras lágrimas. Tuvo una vida feliz, y sé que se sintió amado hasta el final. Este mismo fin de semana estuvo en Galicia con mis padres, corriendo por la playa, persiguiendo a las gaviotas en un juego incruento. Quiero pensar que no sufrió, que la muerte le sobrevino mientras dormía una plácida siesta. Sólo lamento que haya muerto en soledad, que no hubiera nadie a su lado para tranquilizarle en el momento de su muerte, para acariciarle mientras le susurraba al oído que había sido el mejor de los perros posibles, para decirle que no tuviese miedo, que todo estaba bien.

Era mayor, calculamos que tenía unos doce o trece años, y ya padecía los primeros achaques de la edad. Ultimamente, me contaban, había pasado por una etapa algo tristona. Supongo que empezaba a tomar conciencia de que se estaba haciendo viejo. El, que con su espesa mata de pelo canoso siempre tuvo el aspecto de un anciano prematuro, pero que, sin embargo, fue siempre un animal extraordinariamente ágil y vital. Recuerdo que ya parecía viejo cuando mi padre le trajo de la perrera. No tendría más de un año y medio. Canoso, flaco, asustadizo, era una piltrafa de perro. Al parecer le habían devuelto a la perrera un par de veces. Ignoro los motivos, pero el pobre animal estaba hecho polvo. Se orinaba y hacía sus necesidades por toda la casa, temblaba, toleraba con aprensión el contacto físico y sentía terror si alguien pasaba cerca de él con algún objeto alargado en la mano, como un periódico. Pero le cogimos cariño, además la sola idea de prolongar sus traumas devolviéndole de nuevo a la perrera fue suficiente para provocar un motín por parte de mis hermanos y de mí. Y, mira por dónde, resultó que habíamos ido a dar con el perro más bueno del mundo.

A quienes penséis que estoy cayendo en un comprensible exceso de sentimentalismo, que estoy idealizando a quien no debió ser sino un chucho de apacible carácter, os diré que he conocido a más perros, y que vosotros no conocisteis a Tristán. Sé que aquellos que le conocieron bien coinciden conmigo.

Cuando hablo de su bondad no hablo de tonta fidelidad perruna. De hecho, era un perro bastante espabilado. Más de un pollo asado, y más de un queso manchego abandonados en un lamentable descuido sobre la mesa de la cocina, podrían haber dado fe de mis palabras. Eso, en el supuesto de que hubiese quedado algún rastro de ellos. Pero no se lo tengáis en cuenta, dejar pasar de largo semejante festín hubiera significado faltar gravemente al Código de Honor de los Perros Callejeros. Tristán era un chucho, sí, un mil leches, y de pura raza. Pensábamos que podía tener algo de podenco, de pastor catalán, quizá una pizquita de pastor alemán, a lo mejor pudo darse un milagroso cruce entre alguno de sus antepasados y un murciélago… no sé. Como los diamantes en bruto, su color y su forma cambiaban dependiendo del momento del día y de la estación del año.

Era un perro bueno, sí. Soportaba con estoica paciencia aquellos días en que le tocaba esperar más de la cuenta para salir a la calle. Luego, una vez allí, era libre, libre, libre. Desaparecía durante largos ratos, y uno sabía que estaría bien, que era demasiado listo como para meterse en problemas, y que si se metía en ellos debido a su innata curiosidad, se las ingeniaría para salir indemne y para volver meneando el rabo como si nada sucediera. Le llamabas, y, estuviese donde estuviese, a la tercera llamada aparecía. Le enseñé a pasear sin correa, pegadito a mi vera. Le enseñé a caminar por la acera y a respetar los semáforos.

Nunca atacó a nadie, jamás. Al menos no a un ser humano, ni a otro animal que no fuese un perro. En realidad, tampoco a ningún perro, pues las pocas peleas en que se vio envuelto siempre las inició el otro. Pero ahí… ahí, sí, amigos, nuestro amigo Tristán venía de la calle, y sabía pelear. Estando conmigo a llegó a cruzarse serias dentelladas con dos perros distintos. Uno era un husky con el que se tenían especial tirria. Debían ser dos de los gallitos más guapos del barrio. Uno con su belleza armoniosa, el otro con su belleza canalla. De parecida planta –algo más robusto el husky-, debían verse el uno al otro como a semejantes y como competidores sexuales directos. El odio que se profesaban era mutuo, eso es lo cierto. No negaré que, cuando Tristán iba atado y veía aparecer al husky, se ponía a ladrar y a tirar de la correa con toda la chulería y la animosidad de que era capaz, aunque es de justicia reconocer que su adversario hacía lo mismo. Sin embargo, cuando Tristán iba suelto, lo que conmigo suponía la mayor parte del tiempo que pasábamos fuera de casa, nunca atacó al husky cuando le vio aparecer atado. Ni siquiera respondía a sus provocaciones. Les ignoraba a él y a sus terribles juramentos e insultos perrunos. Pero un día en que yo llevaba suelto a Tristán apareció el husky sin correa. Debió ser el momento que ambos estaban esperando desde hacía largo tiempo, la oportunidad de darse un escarmiento, de establecer quién era quién. Ambos se lanzaron a por el otro casi al mismo tiempo. Yo, en cuanto vi el percal, corrí hacia el incipiente tumulto de pelos, cola, patas y dientes que se agitaba ante mí. Fue todo muy rápido y confuso. Yo trataba de separarles, pero inmovilizar a cualquiera de ellos suponía dejarle indefenso a merced del otro. Debieron pasar pocos segundos hasta que el dueño del otro perro se dignó a aparecer y a sujetarlo. Entonces pude agarrar a Tristán, que se quedó tranquilo en cuanto notó que mi mano le separaba de su oponente, mientras el otro perro seguía gruñendo, furioso. Los cuatro, humanos y cánidos, nos separamos haciéndonos agrios reproches. Cuando regresamos a casa vi que Tristán cojeaba ostensiblemente. Tenía un señor mordisco en una de las patas delanteras que curamos con celeridad, pero, aparte de eso, no mostraba ninguna otra herida de guerra. Al día siguiente supimos que el orgulloso husky, además de mordiscos por los cuatro puntos cardinales de su anatomía, tenía una pata rota. Esa es la ley de la calle, amigo.

Y en cuanto a la otra pelea… la otra pelea fue realmente gloriosa, joder, fue homérica. Estoy seguro de que los perros del barrio aún a día de hoy se siguen contando la historia, ladrándose en la distancia, escribiéndola con letras inmortales, meadita a meadita, en árboles, farolas y ruedas de coche. Yo estaba paseando a Tristán, debía ser cerca de la medianoche. A esa hora solía haber pocos perros en el barrio, y casi siempre se les veía venir aunque anduviesen sueltos. Sin embargo, a este no lo vimos venir. Recuerdo que yo tenía a Tristán bastante cerca, quizá a unos cuatro o cinco metros, cuando de repente le vi pegar un respingo y adoptar una súbita postura de alerta. Miré en la dirección en que él miraba y vi acercarse a toda velocidad, como una exhalación, a un pitbull blanco como la muerte, corriendo hacia Tristán con ciega furia asesina. Recuerdo que Tristán me miró, como diciéndome: “Macho, la que se me viene encima…”. Lo siguiente que voy a contar puede resultar difícil de creer, pero juro que es cierto. Quizá en mi imaginación la maniobra que efectuó Tristán se haya ido pervirtiendo con el tiempo y en realidad no fuese tan plástica como yo lo recuerdo, pero, ¡qué coño!, fue como una puñetera película de kung-fu. Tristán, tío, te saliste. Sucedió así: Tristán flexionó las patas y permaneció firme esperando la acometida de esa bala de potentes músculos y letales mandíbulas, y justo cuando el pitbull estaba llegando casi a su altura saltó por encima de él. No sobre él: por encima de él. Efectuó un salto hacia arriba, en vertical, de manera que el pitbull, como un Miura que embistiera el esquivo capote de un diestro, pasó de largo por debajo de él. En cuanto tocó tierra de nuevo, Tristán se lanzó con un valor rayano en la inconsciencia hacia el desconcertado pitbull, que trataba de apurar la frenada y de darse la vuelta mientras se preguntaba dónde diablos se había metido ese chucho flaco y pulgoso. La colisión fue brutal. Se enzarzaron en una riña de ferocidad salvaje y odio cerval, dentellada va, dentellada viene. El pitbull, al ser más bajo que Tristán, trataba de atacar las patas de este y de alcanzar su cuello con sus temibles mandíbulas, mientras que Tristán trataba de mantener a raya a la bestia esquivando sus ataques mediante saltos laterales, y aprovechando los momentos en que este descuidaba la guardia para lanzarle rápidos directos (mordiscos, se entiende) a la cara. Fue como el combate de Alí contra Foreman, como Rocky contra Drago, como Aquiles y Héctor, solo que esta vez ganó Héctor. Vuela como una mariposa, pica como una abeja. Golpea, muchacho, golpea… El dueño del pitbull actuó con presteza y entre los dos conseguimos separarles. Por cierto, a quien nunca se haya visto atrapado entre un pitbull y su presa, puedo asegurarle que es una experiencia ciertamente emocionante, tan relajante como saltar desde una avioneta en llamas a nido de cobras. A lo que iba: me llevé a casa a Tristán, quien parecía, aparentemente, haber salido ileso de la confrontación. Quizá esté mal decirlo, pero podréis imaginar cual fue mi orgullo cuando supe al día siguiente que el pitbull, quien pertenecía a un amigo de mi hermana, había llegado a su casa con la cara hecha jirones; tanto que, por irrisorio que parezca, sus dueños se habían planteado denunciar a nuestro perro. Obviamente tal denuncia nunca se produjo, pues, al ser su perro el que atacó a Tristán, jamás hubiera prosperado, Imagino que, de haberse alargado la pelea durante más tiempo, Tristán hubiera tenido todas las de perder frente a un animal genéticamente condicionado para la lucha, pero, carajo, mientras el combate duró, le dio un soberano repaso a ese pedazo de bestia. El pitbull conservaría en su cara el recuerdo de aquella pelea durante el resto de su vida. Se dice que, así como todo caballo tiene su año de gloria, todo perro tiene su día. Si eso es cierto, ese fue el gran día de Tristán.

Y, sin embargo, para que os hagáis una idea de su carácter pacífico y amistoso, os diré que es el primer perro de relativo gran tamaño al que haya visto correr delante de un gato. Sucedió una vez en que estaba paseando a Tristán por la parte de atrás de la urbanización, por un lugar donde había un pequeño campo de fútbol de cemento. Había varios niños jugando a la pelota, y Tristán deambulaba por los alrededores, tranquilamente, olisqueando aquí y allá. En esas apareció un gato andando por en medio del campo de fútbol. Tristán, que había tenido poco contacto con felinos a lo largo de su vida, debió sentir curiosidad por aquel perro tan extraño de patas cortas, hocico chato y cola flexible, así que se acercó a él para verlo más de cerca. El gato, lógicamente, desconfiaba de las amigables intenciones de Tristán, así que erizó el lomo y bufó en señal de advertencia. Tristán se detuvo, extrañado; supongo que jamás había visto a un perro hacer eso. Entonces el gato, tomando una iniciativa sorprendente incluso para mí, comenzó a avanzar hacia Tristán con actitud amenazante. Tristán, desconcertado, me miró como preguntándome qué debía hacer. Un “ataca, Tristán, ataca” hubiera sido sin duda una opción interesante, pero nunca me gustó inculcar instintos agresivos en mi fiel amigo, así que me encogí de hombros y me limité observar la escena con curiosidad y con, me avergüenza confesarlo, algo de interno divertimento. Entonces el gato aceleró el paso, y al mismo tiempo Tristán empezó a retroceder hacia atrás, más sorprendido que atemorizado, creo. El gato, envalentonado, y en un claro desafío a las leyes de la Naturaleza, echó a correr hacia Tristán, y este, para oprobio de toda la familia de los cánidos, echó a correr en la dirección opuesta. No fue una huida aterrorizada, todo hay que decirlo. Tristán se limitaba a mirar hacia atrás y a acelerar y decelerar el paso en función de la distancia entre él y el gato, pero, está claro que, vista desde fuera, la escena no dejaba de resultar sorprendente: un perro tirando a grandecito huyendo a la carrera de un gato al que doblaba en tamaño a través del campo de fútbol, entre el jolgorio y la rechifla de todos los niños allí presentes.
Finalmente el gato desistió de sus intenciones y se subió a un árbol a solazarse con el recuerdo de su victoria, y mientras yo cogí al atontao de mi perro y me encaminé con él hacia casa, sin saber si reprocharle el haberse comportado como una nenaza, o si abrazarle por ser semejante pedazo de pan.

Otra criatura que podría dar fe de su carácter pacífico y bondadoso es Zoe, la hurona de mi hermana. Zoe es un bichito muy gracioso y bastante travieso, cuya curiosidad muchas veces raya en lo temerario. El caso es que, desde el primer momento en que se conocieron, Zoe demostró no albergar ningún tipo de respeto hacia el pobre Tristán, y ya no digamos tenerle miedo. Su juego favorito era esconderse en algún recoveco de la cocina para, aprovechando algún momento en el que Tristán estuviese desprevenido, salir trotando hacia él y pegarle un mordisco en las patas por sorpresa. En esas ocasiones, un aullido doliente y desesperado proveniente de la cocina nos avisaba de que Zoe andaba haciendo de las suyas. Pues bien, Tristán, que podría haber partido en dos a Zoe con la misma facilidad que yo un palillo de dientes, jamás la amenazó ni hizo amago de morderla. Se limitaba a soportarla con resignación y a suplicarnos con mirada lastimera que la volviéramos a meter en la jaula.

Era muy bueno, sí. Cariñoso, fiel, juguetón y protector. Era mucho más que un perro. De hecho, pensamos que él mismo no acababa de tener claro que era un perro. Cuando, estando mi padre de guardia, mi madre se metía en la cama, Tristán se metía con ella, apoyando la cabeza en la almohada, en un gesto enternecedoramente humano. Creo que el amor, al borde de la adoración, que Tristán sentía hacia mi madre, podía considerarse una especie de extraña mixtura entre complejo de Edipo y severo trastorno de personalidad. También le gustaba juntarse con nosotros a comer, sentado en una silla como si fuera un comensal más. La verdad es que se la partía a uno el corazón al tener que informarle de que la ensalada de endivias con anchoas, por poner un ejemplo, no estaba destinada a él, y que lo más conveniente era que se bajase de la silla y empezase a comportarse como el perro que era.

En los últimos años no pude verle más que de tanto en tanto, y cuando le veía apenas solía disponer de tiempo para dedicarle, pero recuerdo cómo se quedaba por las noches al pie de la cama en cuarto de los niños, velando sus sueños. Tú sabías que eran mis crías, ¿verdad, bicho? Sé que jamás hubieras permitido que les sucediese nada malo estando tú presente. Estoy llorando de nuevo. Fuiste el mejor amigo que un hombre pudiera desear, Tristán. Fuiste, durante muchos años, mi mejor amigo. Y no estoy haciendo poesía, de verdad lo fuiste. El mundo era mejor estando tú en él. Sólo fuiste un perro, pero fuiste el mejor perro de todos.

Te recordaré siempre con orgullo, viejo amigo.

Ahora, descansa. Buen perro.

domingo, 22 de marzo de 2009

Narrativa (VI) Ajuste de cuentas

Bueno, ahora ya sé lo que se siente cuando te disparan. Quema. Quema como su puta madre.
Joder, Chino, siempre he sabido que no llegaría a viejo, que moriría en la calle como un perro, pero nunca pensé que fueras a ser tú quien me matase.
Mierda, hace frío.
Llevo la camisa y los pantalones empapados de sangre. Se me pegan a la piel, y hace frío. Tengo que llegar a casa. Tengo que intentarlo, al menos.
Hay luna llena, y la calle está vacía y silenciosa. ¿Dónde está todo el mundo? Seguro que en este momento alguien me está viendo desde su ventana, pero nadie me ayudará. Aquí nadie ayuda a nadie. Somos como pirañas encerradas en una pecera. En cuanto alguien da la más mínima señal de debilidad, nos lo comemos. No hay piedad aquí.
Pero tú no, Chino, tú no. Nosotros nos teníamos el uno al otro, por eso éramos fuertes. Hermanos, ¿recuerdas?
Joder, un taxi. ¡Espera, cabrón, no te vayas! Hijo de puta… No, nadie va a ayudarme. Si al menos consiguiese llegar a casa y coger la pipa tendría una pequeña oportunidad. Aguanta, joder, aguanta.
Recuerdo cuando nos conocimos en el centro de menores. Eras el hijo de puta más feo y más cabrón que había visto en mi vida. Llegaste como un gallito, vacilando a todo el mundo, y esa noche te cogimos entre todos y te llevamos al cobertizo para bajarte los humos. Pero qué va, a ti no había quien te hiciera agachar la cabeza. Suerte que los monitores nos separaron, porque, si no, eso hubiera acabado mal, muy mal. Al día siguiente le pusiste al Loco un tenedor en la garganta, y a partir de ahí nadie volvió a molestarte. Los tenías bien puestos, cabrón.
Luego, cuando cumplí los dieciocho y me botaron de ahí, te escapaste y te viniste conmigo a casa de mi vieja. Eso sí que fueron buenos tiempos. A veces las pasamos bien putas, pero mira que nos divertimos, sin tener que rendir cuentas a nadie, todo el día puestos hasta el culo, de fiesta, pasando costo y pirulas, haciendo el cabra con la moto, mangando lo que nos salía de los huevos, vacilando con las pibas. Igual es por eso, a lo mejor es por una simple gilipollez como esa. Joder, yo no tengo la culpa de que seas más feo que una mierda, Chino. Yo me comía una piba distinta cada fin de semana, y tú, en cambio, te quedabas ahí callado, con esa cara de subnormal, sin hacer nada. ¿Es por eso? ¿Te jodió que me tirase a la Sandra? La mitad del jodido barrio se tiró a la Sandra, menos tú. ¿La querías? ¿Estabas enamorado de ella? Pues que te den por culo, capullo, haber hecho algo. Si tuve que llevarte yo de putas para que supieras lo que era que una tía te comiese la polla. Aún me acuerdo. Todos ahí, jaleándote, cagándonos de la risa, y tú moviendo el culo como un puto hámster encima de esa colombiana.
Mierda, necesito descansar. Esto tiene muy mala pinta. ¡Joder, me cago en la puta…! ¿Por qué, Chino? ¿Qué cojones ha pasado para terminar así? Desde que te vi aparecer en el coche junto al Cachalote supe que venías a por mí.
Conozco tu cara de matar, como cuando te cargaste a ese negro en el puerto. Le pediste fuego y te mandó a la mierda. Menudo gilipollas. No lo vi venir, y él tampoco. Te acercaste por detrás y le clavaste el pincho con todas tus ganas, una vez, y otra, y otra, parecías el Demonio, tío. Se te fue mucho la pelota. Tenías que haberte visto los ojos, fríos como los de un lobo. No moviste un puto músculo de la cara. Esa fue la primera vez que vi morir a alguien. Yo no paraba de temblar, y en cambio vas tú y le pides un cigarro al policía que te detuvo, con toda la tranquilidad del mundo. Le dijiste que era el último que te ibas a fumar en mucho tiempo. Eso fue lo que más miedo me dio, ¿sabes?, que sabías perfectamente lo que hacías. No fue un calentón, primero lo pensaste y después lo hiciste. Querías matar a alguien, querías saber qué se sentía. Sí, ahora te lo puedo decir, me dabas miedo, hijo de la gran puta, siempre me has dado miedo. Luego, cuando te metieron en el talego, fui a visitarte cada semana, cada puñetera semana sin falta. Me jugué el culo por ti, Chino, literalmente. Me lo llené hasta arriba de costo para poder pasártelo dentro y que tuvieras algo que mover. Suerte que el primo del Chepa trabaja ahí de celador. Tenía que haber dejado que te reventasen ahí dentro. Te llevé pasta, tabaco, ropa, revistas porno, cabrón.... ¡Joder, tío, si hasta mi vieja te llevaba comida! Me hubiera cambiado por ti, loco, tú lo sabes. Hubiera cumplido la mitad de la condena para sacarte antes de ese agujero. Y cuando saliste, aun más hijo de puta y más cabrón que antes, sólo yo estuve ahí. Sólo yo, el Beni. Tu colega, tu hermano. Tú y yo, el Chino y el Beni, los perros del barrio. Los malos entre los malos.
Vamos, joder, aguanta. Tengo que llegar a casa, son sólo un par de calles más. Necesito la pipa. Me iré de este barrio, cabrón, pero tú te vendrás conmigo. Y si estás ahí esperándome me sacaré la polla y me mearé sobre tus zapatillas antes de morir. Como se te ocurra tocar a la Carla te arranco la cabeza, hijo de puta. Tú no harías eso, ¿verdad, Chino? No, no lo harás, sabes que espero un crío, y eso es sagrado. Voy a tener una familia, por favor, no me jodas eso. Respeta eso, hermano. No, además el Rubio no te lo permitiría. Esto es entre tú y yo, siempre ha sido entre tú y yo. En el fondo siempre supe que algún día, cuando el Rubio no estuviese, la cosa sería entre tú y yo. Pero podíamos haberlo intentado, joder, éramos socios. Si uno ganaba el otro también ganaba, y si uno pringaba el otro pringaba. El barrio era nuestro puto cuarto de estar, nuestro territorio. Al que nos tocaba los huevos nos lo comíamos. Como lo del Mikel. Eso me jodió, ¿sabes? El Mikel era un tío legal. Era un bocazas, pero era un tío legal. Jugábamos juntos al fútbol de pequeños, me parece que nuestras madres eran primas, o algo así. ¿Qué pasó? ¿Cómo empezó? Dijiste algo de él, él dijo nosequé de nosotros, y quedamos en el polígono, de madrugada. Dijimos que sin navajas, pero ellos llevaban y nosotros también. Sus colegas huyeron, los muy cagones, pero su novia se quedó allí. No debimos hacer lo que hicimos. Pero lo hicimos, y él lo vio todo. No me extraña que se quedase tonto después de eso. Podíamos habernos convertido en los amos del barrio, en los jefes. Podíamos haber cubierto la ciudad entera de farlopa, los dos juntos, joder. Siempre decíamos que, cuando estuviésemos arriba, en este puto barrio sería Navidad todos los días. Pero lo sé, lo sé. En nuestro mundo la gente sólo obedece a una persona, alguno de los dos tendría que estar por debajo del otro, y a ninguno nos gusta estar por debajo de nadie, sólo del Rubio. Pero yo hubiese ido a por ti de frente, Chino, con dos cojones. Tú contra mí, los míos contra los tuyos, a hostias, a navajazos, a tiro limpio. No así, como una puta rata, a traición.
Una farmacia, si tan sólo hubiera una farmacia abierta. Pero no, si me paro, estoy muerto. Necesito coger la pistola y avisar a Carla. Entonces iré a una farmacia y haré que me paren la hemorragia. Necesito pensar. Piensa, piensa, piensa, pero no te pares, sigue caminando…
El Rubio. El Rubio tiene que estar al corriente de esto. Tú no eres gilipollas, Chino, y si hubieses hecho esto sin su aprobación estarías tan muerto como yo, el Rubio te abriría en canal como a un cerdo. Soy su mejor camello, mejor que tú. El Rubio se fía de mí más que de ninguna otra persona, no tiene sentido que quiera deshacerse de mí. Entonces, ¿por qué? ¿Qué le has contado, hijo de puta? ¿Qué le has contado?
Se lo has contado, ¿verdad? Sí, ahora lo entiendo todo. Lo que Dios te dio de feo también te lo dio de listo. Fuiste tú, cabrón, fuiste tú el que se cargó a esos peruanos. Yo pensé que se te había ido la cabeza, pero te cubrí. Le dije al Rubio que nos sacaron los hierros y que tuvimos que cargárnoslos, y me quedé con la otra mitad de la coca porque estábamos juntos en eso, como en todo, porque hubiera ido hasta el mismísimo infierno contigo, hijo de puta, pero yo nunca hubiera robado al Rubio de no ser por ti. Pero tú no eres así. Tú no respetas nada, Chino. Apuesto a que lo tenías todo planeado desde el principio. Recuerdo una frase que mi viejo me dijo una vez y que se me quedó grabada en la cabeza. Me dijo: “si estás jugando una partida de póquer y después de la primera media hora todavía no sabes quién es el primo, lo más probable es que el primo seas tú”. Mi viejo era un puto alcohólico, pero a veces decía cosas que te hacían pensar. El decidió irse pronto de este mundo, como yo. Ojalá mi hijo consiga salir de aquí. Que estudie algo. Que viaje, que vea el mundo. Que no tenga que sentir vergüenza cuando esté caminando por caminos que no conozca. Que no tenga que hacerse notar para que no se note lo acojonado que está. Que no desee no tener hijos para que no se parezcan a él.
Estoy llegando, sólo falta un poco más. Tengo mucho frío, necesito entrar en calor. No quiero morir así, en la puta calle. ¿Es ese el coche del Cachalote? Mierda, no veo bien.
¿Toda esta sangre es mía? Joder, estoy empapado. Tengo que llegar a casa, tengo que ver a Carla. Tengo que hablar con ella, decirle que se cuide, que no vuelva a meterse mierdas cuando nazca el bebé, y que se pire de aquí. A donde sea. Que se vaya a la capital, que busque curro, que mendigue, lo que sea, pero tiene que salir de aquí. ¿Hay luz en el piso? Estoy muy cansado. No debo quedarme dormido en el ascensor, tengo que llegar a casa.
El portal está abierto. Las escaleras, no te caigas ahora. Mierda. Vamos, que no se diga. Eso es. No te pares, no te duermas. No te desmayes... El ascensor, dale al botón... Vamos. Así. Entra... Piso… piso… nueve.
En el espejo. Ese soy yo, muerto.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Narrativa (V): El sabio y el pájaro


Un día, Ibn Yusuf, reconocido erudito y filántropo, y a la sazón el más acaudalado comerciante de la ciudad santa de Damasco, recibió la visita de su viejo amigo Li Po, el viajero. Li Po recorría el mundo en busca de objetos preciosos y excepcionales, y siempre, al pasar por Damasco, acudía en primer lugar a la casa de Ibn Yusuf, pues, además del profundo aprecio y respeto que mutuamente se profesaban, era bien sabido que nadie pagaba más generosamente que él cuando de objetos de particular rareza se trataba.
Cuando Li Po se presentó en el palacio fue recibido con toda la cortesía y el boato de costumbre, e inmediatamente fue conducido a presencia de Ibn Yusuf, quien saludó a su viejo amigo con sincero alborozo. Tras obsequiarle con el pertinente refrigerio y tras interesarse por las circunstancias del viaje, Ibn Yusuf invitó a Li Po a pasar a una estancia privada para hablar de negocios.
-¿Qué objetos de interés, qué fascinantes prodigios y maravillas me traes esta vez, querido amigo? -preguntó Ibn Yusuf.
-Ha sido el mío, como sabes, un viaje arriesgado y he sufrido incontables penurias, honorable Ibn Yusuf, pero, en parte gracias a la providencia, y en parte gracias a los dones con los que, en mi nacimiento, fui retribuido, en esta ocasión he conseguido hacerme con objetos de lo más singulares. Permíteme que te muestre en primer lugar, amigo mío, unos curiosos cristales unidos mediante un ingenioso artefacto, que permiten ver lo que acontece a muchas leguas de distancia, percibiéndose de tal manera que pareciera que estuviese sucediendo frente a uno.
-Ese es un objeto de gran valor, sin duda. Pero debo comunicarte con pesar que hace un par de lunas pasó por mi casa Hassan Salimy, el turco, con un objeto de similares características a este. Y no sería una manera inteligente de obrar, coincidirás conmigo, pagar dos veces por la misma cosa. No puedo comprártelo -respondió Yusuf.
-Cierto es, mi sabio amigo -repuso, a su vez Li Po, eligiendo cuidadosamente las palabras-. Pero quizá te interese esta otra maravillosa sustancia que te traigo. Se trata de unos finos polvos negros que, al entrar en contacto con el fuego, o al recibir un impacto violento, se inflaman, siendo capaces de obrar asombrosos fenómenos, de provocar súbitos estallidos capaces de quebrar el más grueso de los muros.
-Temo que los años estén mermando tus facultades, amigo mío. ¿Olvidas acaso que ya me vendiste unos polvos con unas propiedades similares a las de éstos en tu anterior visita? Se trata de una sustancia prodigiosa, indudablemente, y me ha sido de una enorme utilidad, pero entenderás que no puedo pagar dos veces por la misma cosa. No puedo comprártelo-, alegó Ibn Yusuf.
Así, Li Po fue mostrándole a Ibn Yusuf los más diversos y peculiares objetos, sin conseguir despertar su interés por ninguno. Finalmente, cuando Ibn Yusuf se disponía a llamar para que retirasen el té, Li Po habló de nuevo.
-Espera, viejo amigo -le espetó Li Po-. Hay algo, un objeto especialmente preciado para mí, del que aún no te he hablado. He dudado en hacerlo porque me ha sido de especial utilidad durante estos últimos años y no era mi intención deshacerme de él por ahora. Sin embargo, nunca hasta el día de hoy he salido de esta casa sin haber conseguido presentarte un objeto que atrajera tu atención, y sería frustrante para mí, además de pésimo para mi reputación como comerciante, que eso sucediese por vez primera. Además, creo que un hombre de tu prestigio y tu sabiduría haría un mejor uso de él que este humilde viajero. No lo he traído conmigo, pues, como ya he dicho, no tenía, en un principio, intención deshacerme de él, pero te diré que en realidad no es un objeto, sino un animal. Un pájaro, más concretamente. Un pájaro cuya apariencia exterior no indica ninguna cualidad particular; un pájaro que podría ser confundido con cualquier otro pájaro común en estas latitudes, pero que es dueño de una cualidad única y extremadamente útil, pues es capaz, con su canto, de prevenir contra las desgracias. Cuando amanece y el pájaro permanece en silencio, es que nada malo va a sucederle a su propietario durante ese día. Pero si a partir de los primeros rayos de sol el pájaro se pone a cantar, es que alguna desgracia o algún peligro le acechan. En ese caso, lo más prudente es cambiar el modo en el que se pensaba proceder y abstenerse de realizar cualquier actividad o de tomar cualquier decisión que pueda comportar algún tipo de riesgo durante esa jornada. Ese animal me ha salvado de un destino funesto en más de una ocasión, y es por ello que me costaría sobremanera desprenderme de él. No obstante, en honor a nuestra vieja amistad, te lo ofrezco a ti, Ibn Yusuf, pues sé que harás un uso sabio y ponderado de él. Eso sí, entenderás que estamos hablando de una mercancía especialmente valiosa, y que sería una necedad desprenderme de él de no ser por un precio justo.
Siendo Ibn Yusuf el hombre más rico de la ciudad, no tardaron en sellar el trato por una cantidad que, aun sin mermar seriamente su patrimonio, permitiría a Li Po vivir holgadamente durante el resto de su vida. Li Po se despidió agradecido, asegurando que esa misma tarde mandaría a un sirviente suyo con el preciado animal. Cuando éste llegó, Ibn Yusuf pudo comprobar que el pájaro, aun siendo de una belleza armoniosa y discreta, no aparentaba ninguna cualidad particular. Sin embargo, nunca hasta ese día había tenido necesidad de dudar de la palabra de Li Po, así que mandó colocar la jaula del pájaro en sus aposentos. Durante toda esa noche el pájaro permaneció en silencio.
A la mañana siguiente, cuando Ibn Yusuf, tras hacerse vestir, se disponía a abandonar su dormitorio, el pájaro cantó. A Ibn Yusuf se le congeló la sangre. No obstante era un hombre de naturaleza decidida, y a pesar de ser una persona piadosa era poco dado a creer en supersticiones y supercherías, así que decidió conducirse con especial prudencia pero sin abandonar sus proyectos para ese día. Ordenó que se doblase la guardia en palacio, escogió a los mejores de entre sus soldados para integrar su escolta personal, dispuso que los niños permaneciesen encerrados junto a las mujeres en el harén, y salió de palacio rodeado por su séquito en dirección a la mezquita para el rezo del mediodía. A la altura de la puerta oeste del zoco, un hombre embozado y vestido de negro se abalanzó sobre su palanquín blandiendo una cimitarra, pero fue abatido por sus guardias antes de que pudiera alcanzarle. Alarmado, Ibn Yusuf ordenó a sus hombres dar la vuelta y regresar a palacio, no sin antes llevarse el cadáver del atacante. Sin embargo, éste había sido tratado con especial saña por los guardias y no portaba ningún distintivo o símbolo especial, así que resultó imposible identificarlo. Ibn Yusuf regresó esa noche a su dormitorio mirando al pájaro con otros ojos.
Por la mañana, tras permanecer toda la noche en silencio, cuando Ibn Yusuf salía por la puerta de su dormitorio, el pájaro volvió a cantar. Ibn Yusuf decidió que ese día no sería prudente abandonar la seguridad del palacio. Tomó mayores precauciones si cabe que el día anterior, y ordenó al jefe de la guardia iniciar una investigación sobre el posible instigador de su intento de asesinato. Dedicó el resto del día a sus estudios y delegó los asuntos comerciales más importantes en sus sirvientes de confianza. Todo transcurrió con absoluta normalidad. Esa noche Ibn Yusuf se dijo que había actuado bien.
Pero a la mañana siguiente el pájaro volvió a cantar. Ibn Yusuf pensó que quizá el pájaro le estaba avisando de un peligro latente, de algún plan que se estuviera urdiendo contra él. Resolvió que ese día tampoco saldría de palacio. A la hora del almuerzo, se sentó junto a su catador y se hizo servir los alimentos. Iba a comenzar a comer cuando su catador empezó a sentirse indispuesto. Cayó al suelo entre convulsiones y murió antes de que el médico pudiera certificar su envenenamiento. Una de las cocineras declaró haber visto esa mañana en la cocina a Maysoon, la más joven de sus esposas, merodeando entre los alimentos. Ésta, a su vez, no resistió mucho tiempo antes de confesar su crimen. Ibn Yusuf, devastado por el dolor, la mandó ejecutar sin tardanza. Esa noche alimentó personalmente al pájaro.
Y a la mañana siguiente el pájaro cantó de nuevo. Ibn Yusuf mandó que las mujeres fueran trasladas a otro palacio menor, alejado de la ciudad, y despidió a los sirvientes más recientes y a aquellos sobre los que albergaba ciertas dudas. Nada relevante aconteció, y, sin embargo, a la mañana siguiente el pájaro volvió a cantar. No sabiendo si era mejor despedir a su guardia o tenerla a su lado, por temor a una traición, decidió no salir de sus aposentos más que para lo indispensable. Sin embargo, cada vez que se disponía a salir por la puerta, el pájaro volvía a cantar. Mandó retirarse a sus sirvientes personales y decidió quedarse a solas con el pájaro. Al parecer, mientras no saliera de su dormitorio, nada malo podría sucederle. Los días se sucedieron e Ibn Yusuf comenzó a perder lentamente la cordura. Transmitía las órdenes a través de la puerta, pedía cosas sin sentido, ordenaba ejecuciones arbitrarias que por fortuna no eran llevadas a cabo. Sus negocios se arruinaban. Finalmente, cuando los últimos sirvientes se fueron, abandonando a su amo a su suerte, sin agua ni comida, la voz de Ibn Yusuf y el canto ocasional del pájaro se fueron haciendo cada vez más débiles, hasta que cesaron por completo.
A pesar de todo, Ibn Yusuf había sido un hombre notable y respetado, y aún le quedaban amigos en Damasco. Además, alguna de sus esposas le guardaba todavía un sincero afecto, por lo que su funeral fue celebrado con la debida dignidad. Su cuerpo fue bañado y amortajado, y su féretro colocado enfrente de la Qibla, orientado a la Meca, en el lugar más sagrado de la mezquita. Entre los asistentes más preeminentes a su funeral se encontraba Li Po. Durante el tiempo que había transcurrido desde su último encuentro con Ibn Yusuf, su situación había cambiado enormemente. Había abandonado su vida nómada, se había asentado en la ciudad y, en parte gracias al dinero de Ibn Yusuf, había iniciado negocios que habían resultado ser extraordinariamente rentables, hasta tal punto que ahora era uno de los hombres más ricos de la ciudad. Sabedores de la gran estima en que su amo tenía a Li Po, y como la amistad que se profesaron fuera de todos conocida, los sirvientes se retiraron para permitirle velar el cadáver en la intimidad. Cuando Li Po se quedó sólo, como no hubiera nadie que pudiera oírle, comenzó a hablar en voz alta:
-Esta vez no ha transcurrido demasiado tiempo desde nuestro último encuentro, viejo amigo, sin embargo sí que han sucedido muchas cosas, ¿verdad? Como podrás ver, me ha ido bastante bien últimamente. Con el dinero que me pagaste a cambio del pájaro pude, no sólo pagar las numerosas deudas que me acuciaban, sino también al pobre infeliz que trató de asesinarte y asegurar que a su familia nunca más le falte el sustento, y aun me alcanzó para establecerme en la ciudad y emprender más de un próspero negocio. Sí, mi estimado Ibn Yusuf, fui yo quien dio la orden de atentar contra tu persona, aunque me aseguré desde el principio de que el pobre diablo no tuviese posibilidad alguna. En cambio, nada tuve que ver en el intento de envenenamiento por parte de tu joven esposa Maysoon. Eso fue un providencial golpe de suerte, nada más. Después, y aprovechando tu voluntario encierro, no me fue difícil ir apropiándome poco a poco de tus clientes, tus proveedores y tus negocios a través de terceras personas de mi confianza, sin que nadie fuese capaz de advertirlo ni, evidentemente, de advertirte a ti. Parece que al final sí tuviste que pagar dos veces por la misma cosa, amigo mío.
-Que tu Dios tenga misericordia de ti -prosiguió, como señal de respeto hacia el credo de Ibn Yusuf- y te salve del castigo de la tumba. Que tus pecados sean perdonados y tus buenas obras multiplicadas. Que te sea concedido el indulto y se haga de tu tumba un refugio feliz. Que te sea permitido el ingreso a vuestro divino paraíso. Adiós, viejo amigo.
Antes de irse, preguntó a uno de los sirvientes de confianza de Ibn Yusuf qué habían hecho con el pájaro. Ante su sorpresa, este le respondió que el pájaro había conseguido sobrevivir. Al parecer, y hasta el último día, Ibn Yusuf había seguido dándole de beber gracias al rocío de la mañana, y había logrado alimentarlo con pequeños insectos y semillas del árbol situado al pie de su ventana. Li Po preguntó si le sería posible conservar el pequeño pájaro como recuerdo de su viejo amigo. El sirviente no puso ninguna objeción. Cuando Li Po se disponía a salir de la mezquita, el sirviente le alcanzó y dijo:
-¿Puedo hacerle una pregunta, mi señor?
-Por supuesto, -respondió Li Po.
-Me gustaría saber qué es lo que tiene de especial ese pájaro, señor.
-¿Qué tiene de especial? Nada, absolutamente nada -respondió Li Po-. Bueno, en realidad esa especie de pájaro sí que tiene una característica bastante peculiar. Los pobrecitos detestan quedarse solos.

sábado, 7 de marzo de 2009

Microrrelato ...

Decidió consultarlo con la almohada.
Volvieron a pasar la noche en vela.

jueves, 5 de marzo de 2009

Frases míticas en el cine (I)

Abierto hasta el amanecer (Open dawn till dusk), Tarantino/Rodriguez
—Bienvenido a la esclavitud.
—No, gracias, ya he estado casado.


Acorralado (True blood), Ted Kotcheff
Sería capaz de comer cosas que harían vomitar a una cabra...


Agárralo como puedas
Contigo he descubierto cosas que no sabia que existian. Los atardeceres, los paseos por la playa... los semáforos.


Algo en común (Garden state), Zach Braff
—¿Mientes mucho?
—Depende. ¿Qué es para tí mucho?
—Lo suficiente para que te llamen mentirosa.


Alta Fidelidad
¿Quiere un disco de Stevie Wonder para su hija? ¿Es qué su hija está en coma?


Amanece, que no es poco
Nunca había visto a nadie morirse tan bien; ¡qué irse!, ¡qué apagarse!

- Supongo que me respetarás, eh Teodoro!
- ¿Pero qué guarradas está Usted pensando, padre?
- Déjate, déjate, que un hombre en la cama siempre es un hombre en la cama...


American Beauty
No se preocupe, yo tampoco me acordaría de mí.

Me llamo Lester Burnham. Este es mi barrio. Esta es mi calle. Esta es mi vida. Tengo 42 años. En menos de un año habré muerto, claro que eso no lo sé aún. Y en cierto modo, ya estoy muerto. Aquí me tienen, cascándomela en la ducha. Para mí el mejor momento del día. A partir de aquí, todo va a peor.

-Dinos, Jenny ¿Qué tal el cole?
-Pues bien
-¿Sólo bien?
-No, papá... es espectacular...

- ¡Lester! Esto no es lo que parece...
- No importa, cielo, quiero que seas feliz, ¿quieres salsa sonriente también?


Amor a Quemarropa
"Cualquier negro que diga que no le gustan las negras,miente más que habla".
-"Aristoteles"


Apocalipsis Now
¿Hueles eso? ¿Lo hueles, muchacho? Es napalm. Nada en el mundo huele así. ¡Me gusta el olor del napalm por la mañana!.


Aterriza como puedas
—¿Nervioso?.
—Sí, un poco.
—¿Es la primera vez?.
—No, ya había estado nervioso antes.

Elegí un mal momento para dejar de esnifar pegamento.

No hay ninguna razón para alarmarse, y esperamos que disfruten del vuelo.
Por cierto, ¿Hay alguien a bordo que sepa pilotar un avión?.


Atrapado por su pasado (Carlito´s way)
Uno no se reforma, sólo pierde fuerzas.

Lo siento chicos, ni todos los puntos del mundo podrán volverme a coser. Acuéstate...acuéstate. Me llevarán la funeraria Fernández de la calle 109, siempre supe que haría una parada allí, pero mucho más tarde de lo que pensaba mucha gente. El último de los mohcanos, bueno tal vez no el último. Gale será un buena madre, un nuevo y mejorado Carlito Brigante. Espero que use el dinero para largarse, no hay sitio en esta ciudad para corazones tan grandes como el suyo.Lo siento nena, lo intenté lo mejor que pude, en serio. No puedes acompañarme en este viaje. Empiezan a entrarme los temblores... Pidan la última copa, el bar va a cerrar. Ha salido el sol, ¿dónde vamos a desayunar? No quiero ir lejos, ha sido una noche dura. Estoy cansado nena...cansado.

Tener y no tener (To Have and Have Not), Howard Hawks, 1944
Sabes que conmigo no tienes que actuar, Steve. No tienes que decir nada ni tienes que hacer nada. Nada en absoluto. O... tal vez sólo silbar.

Memorias de Africa (Out of africa), Sidney Pollak, 1985
Me lo has estropeado, ¿sabes? -¿El qué? (dice ella)- La soledad.


300, Zack Snyder, 2007. Disculpen que me explaye, pero en esta película abundan las perlas:

Espartano. Vuelve con tu escudo o sobre él.

Jerjes: ─ Tu tribu es fascinante. Nuestras culturas podrían compartir muchas cosas.
Leonidas: ─ Pero, Jerjes, si llevamos compartiendo nuestra cultura con vosotros toda la mañana... (Con el campo sembrado de cadáveres persas)

Inmortales… Ponemos a prueba su nombre.

-¡Mi brazo!
-Ya no es tuyo. Ahora vete.

- Dilios. Espero que ese rasguño no te haya incapacitado.
- En absoluto, señor. No es más que un ojo. Los dioses creyeron oportuno regalarme otro.

- ¡Esto es una blasfemia, es una locura!
- No. Esto es ... ¡Esparta!


Continuará