
"Taller de cuentos, Factoría de Ficciones 1" estará disponible próximamente en todas las bibliotecas del Estado Español.
Hoy, Martes, 13 de abril, se ha celebrado una multitudinaria manifestación en
Se le acusa, entre otras cosas, de tratar de abrir dicho proceso sin tener competencias para ello y habiendo fallecido todos los imputables.
Me sorprende que, desde muchos ámbitos, parece que haya más interés en cuestionar a quienes han interpuesto dicha querella -Manos Limpias, un sindicato de tendencias ultraderechistas; Falange Española de las JONS, asociación cuya ideología no despierta ninguna duda; y Libertad e identidad, otro tanto de lo mismo –que en saber si, efectivamente, Garzón cometió o no ese delito, uno de los más graves que puede cometer un juez en el ejercicio de sus funciones. Al parecer, muchas personas piensan que esas asociaciones, en función de su ideología, no deberían tener derecho a querellarse contra el juez. A mí, esa idea me parece más propia de regímenes fascistas como el que Garzón trata de investigar, que de una sociedad democrática y libre. Por suerte, en este país, nadie está excluido “a prori” del derecho a servirse de los recursos que la ley ofrece, ni siquiera esa panda de (para mí) indeseables. Me da igual si la querella la presentó Jons,
Respecto a este caso, tengo mis dudas, cosa lógica dado mi escaso conocimiento de leyes (me asombra, en este sentido, que personas con los mismos conocimientos en la materia que yo, o aún menores, tengan las cosas tan claras).
Por lo que sé, existe una Ley de Amnistía, aprobada por el Parlamento en 1977, que impide investigar los crímenes que hubieran podido perpetrar las personas pertenecientes al aparato franquista antes de aquella fecha. Es una ley perversa, una ley que debería ser derogada, pero que, a día de hoy, sigue vigente, y es
Parece evidente que, de querer juzgar a estas personas, esa debe ser tarea de los historiadores, no de los jueces.
A propósito, también cabe apuntar, como dato interesante, que
En fin, que ya se verá, pero como ciudadano veo correcto, y aún necesario, que se investigue la labor instructora de Garzón si hay indicios de irregularidades en ella. Defender lo contrario sería como amparar que algunas personas (Garzón) puedan saltarse la ley en función de su ideología, porque nos gusta, y que otras, en función de la suya (Manos limpias, Jons), deban quedar fuera del amparo de la ley. Esa es una idea característica de muchos regímenes llamados fascistas, y por eso me llama la atención que muchas personas que se dicen demócratas y defensoras de la libertad, la enarbolen.
Respecto a las otras dos querellas, y a pesar de mis escasos conocimientos de leyes, me parece que Garzón lo va a tener, si cabe, aún más crudo, y con razón.
Veamos: “Caso Gürtel”: Garzón, en el curso de investigación de tan célebre caso (que, por cierto, afecta al PP, partido político cuya animadversión hacia el juez es de sobra conocida, y principal adversario del partido en el que Garzón militó hace años) decide autorizar grabaciones entre los principales acusados y su abogados, cosa que, por decirlo de un modo prudente, es una burrada.
Luego: Caso “Banco Santander”: Garzón pide un crédito de algunos miles de euros al Santander para el patrocinio de una serie de cursos y conferencias en los Estados Unidos. El propio Juez agradece el préstamo a Emilio Botín, director del Banco Santander, en una carta firmada de su puño y letra. Meses después, desestima una querella contra este señor. No pongo en duda su imparcialidad en ese caso, pero parece evidente, al menos para mí, que debió inhibirse y dejar la decisión en manos de otro juez que no tuviese vinculación alguna con ese banco. Otra cosa que me parece de cajón, te caiga bien o mal el polémico juez.
En resumen, los medios parecen querer simplificar esta historia como un cuento de “buenos y malos”, siendo los buenos los más cercanos a las creencias ideológicas de cada uno, y los malos, los más alejados de ellas. Para mí no es tan sencillo. O quizá sí. Para mí, los buenos son los que hacen lo que deben. Un juez debe aplicar la Ley, no inventarla, ni modificarla, y menos servirse de ella, por muy elevados que sean sus fines. Si hay sospechas fundamentadas de que eso ha sucedido, debe investigarse.
Recurriendo otra vez a las palabras de Graham Greene: “Trato de conocer la verdad, aunque ello comprometa mi ideología”.
En realidad, sí, es sencillo.
Debí suponerlo. Siempre que haya problemas y no sepas de dónde te vienen los golpes, pregúntale a la pelirroja.
Exceptuando a Ivette, la pista central del circo está desierta, tan solo iluminada tenuemente por las luces de candilejas. Si ella está aquí, él tampoco debe andar muy lejos. Piso una enoooorme mierda de elefante: otra señal inequívoca de que hoy es mi día de suerte.
Hace frío. Tengo una o quizá dos costillas fracturadas, el labio partido, un ojo inútil, y una herida de arma blanca en el hombro derecho que, afortunadamente, hace un rato dejó de sangrar. Ni el Lanzador de Cuchillos ni el Hombre Forzudo se mostraron demasiado dispuestos a colaborar en mi investigación, así que tuve que insistir. Hasta en las mejores familias se dicen unas palabras más altas que otras y se rompen, ocasionalmente, un par de platos de la vajilla. Lo que no sé es dónde ocultarían las mejores familias los cuerpos sin vida de dos de sus miembros cosidos a balazos, pero eso ya lo pensaré más tarde. Lo primero es lo primero. El grandullón parecía tener cierta tolerancia al plomo, por lo que tuve que aplicarle una dosis cuatro veces mayor de la habitual. Aún así, le dio tiempo de lanzarme un derechazo antes de derrumbarse; por suerte, conseguí parar el golpe con la mandíbula. Lo peor de todo es que ya no me queda más que una bala en el revólver. Lo bueno es que todavía mantengo la nariz intacta, y que aún conservo puesta mi peluca.
-¿Has venido solo? –pregunta Ivette.
-Bueno, les pregunté a Sansón y a Gómez si querían acompañarme, pero les pareció más interesante quedarse tumbados en el suelo, sangrando.
Aún lleva puesto el vestido de la función de esta noche. Está muy hermosa, y muy pálida. Le tiemblan las manos. Es lógico: ese cuarenta y cinco que me mira directamente a los ojos debe pesar lo suyo.
-¿Sabías que era yo, verdad? –pregunta.
-Sí.
-Entonces, ¿por qué has venido?
-Hoy no echaban nada bueno en la tele por cable. Ya sabes.
-No debiste venir.
-Lo sé. Mi médico ya me advirtió contra las pelirrojas. Pero también me dijo que dejase de beber, así que es difícil tomarse a ese tipo en serio.
-En realidad no soy pelirroja, Bonzo.
-¡Oh! Sí que lo eres, pequeña. Una auténtica pelirroja. Eso se lleva por dentro.
Le falla la voz.
-Esto no tiene por qué acabar así.
-Tienes razón, nena. Casémonos. Vayámonos al monte. Tengamos chiquillos, docenas de ellos. Yo cuidaré del ganado, tú amasarás el pan, y bailaremos juntos en la fiesta de la cosecha. No puedo esperar para contárselo a mamá.
-Eres un cerdo.
-Es mejor así, cielo. Así será todo más fácil.
-¿No quieres saber por qué…?
Es incapaz de terminar la frase.
-No –respondo.
Está llorando. Quizá sea cierto que me quería, después de todo. No es que eso me de esperanzas, pero reconforta.
Se escucha una voz proveniente de algún punto en las alturas.
-Hola, Bonzo.
La carpa vacía hace resonar la voz de manera que parece venir de todas partes a la vez.
-Hola, Mandrake.
La oscuridad en el patio de butacas es total, podría estar en cualquier sitio. En cualquiera. Lo que tienen los magos es que siempre es difícil saber a ciencia cierta qué van a hacer. Y eso, cuando quieres cargarte a uno, es un verdadero fastidio.
Con el arma con la que sin duda me apunta Mandrake ya son dos tambores repletos contra una bala. Mi única posibilidad es acertar con ese hijo de perra a la primera, y después rezar por que Ivette tenga peor puntería que Moe, el hombre sin extremidades. Necesito tiempo, así que le doy palique. Además, quiero confirmar unas cuantas sospechas. Uno no puede irse para la tumba sin saber ciertas cosas. No es que Mandrake sea un hombre especialmente locuaz, es su ego el que no puede permanecer callado:
-Parece que al final has decidido faltar a tu cita con la existencia. No podías dejarlo estar, ¿verdad, Bonzo? Todos los payasos que he conocido hasta ahora eran unos idiotas suicidas, aburridos y sentimentales, pero tú eres como un maldito dolor de muelas.
-Él no tenía por qué morir, Mandrake. Desde el momento en que le metiste a él en medio, esto se convirtió en un asunto personal para mí.
-¡Era un mono, Bonzo! ¡Un condenado mono! Todos apreciábamos al señor Cheesburger, pero estaba donde no tenía que estar y vio lo que no tenía que ver. En parte, lo sucedido puede considerarse culpa tuya. Le enseñaste demasiadas cosas a ese chimpancé. Yo sé como me miraba antes, y cómo me miró a partir de entonces. De algún modo, habría terminado por delatarme.
Estoy casi seguro de que la voz proviene de mi derecha. Ivette sigue de pie, frente a mí, apuntándome con su revólver. El maquillaje forma surcos negros en sus mejillas. Debo seguir hablando.
-Ya lo hizo, Mandrake. Apuesto a que debajo de la jaula de Bernie, el elefante, de entre todos los tipos de mierda, hay una muy gorda y con aspecto de difunto director de circo.
-¡Ah, sí! El Señor Corsini. El señor Corsini tenía muchas y muy buenas virtudes, pero también un grave defecto: era un hombre ambicioso. Nunca he entendido qué puede llevar a determinadas personas a aferrarse a la creencia de que les pertenece algo que en realidad debería ser mío. Afortunadamente, al final logramos llegar a un punto de entendimiento. Yo entendí que el circo era mío, y él entendió que estaba mejor muerto. Pero, por curiosidad, ¿puedo preguntarte qué te ha llevado a esa deducción, Bonzo?
Necesito asegurarme antes de hacer mi jugada..
-No te escucho bien, Mandrake. Quizá si te acercas un poco pueda escucharte mejor.
-Espera, repetiré la pregunta.
Suena un estampido, y una nubecilla de arena se levanta a un metro de mí, a mi izquierda. Ivette ahoga un grito. El disparo ha venido del otro lado. Sigo hablando:
-El Señor Cheesburger estaba muy nervioso el martes pasado. Me cogió de la mano y me llevó hasta la jaula de Bernie. Parecía empeñado en entrar, pero quería que lo hiciese con él. Al Sr. Cheeseburger no le gustaban demasiado los elefantes, y a Bernie, a juzgar por sus embestidas contra los barrotes, tampoco le gustaba el Sr. Cheesburger, así que no me pareció una buena idea. En ese momento pensé que quizá, sencillamente, se le había ido la mano con el bourbon, pero después no fue difícil atar cabos.
-Entonces yo tenía razón, ese mono se habría ido de la lengua. No sabes cómo me alivia escuchar eso. Ahora podré matarte con la conciencia más tranquila.
A través del rabillo de mi ojo derecho percibo algo que se mueve entre las sombras. Las oportunidades son caprichosas, y rara vez visitan dos veces el mismo lugar, así que saco el revólver rápidamente, me giro, y disparo al bulto. Se escucha un sonido de vidrios al caer contra el suelo.
Por lo que sé de las balas, estas acostumbran a hacerles un agujero a las personas por el que sale sangre, pero no suelen fragmentarlas en mil pedazos. Aún así, tardo unos cuantos segundos en darme cuenta de que le he disparado a un espejo.
Unos zapatos brillantes surgen de la oscuridad.
-¡Ah, la ilusión! Todo en esta vida es ilusión, Bonzo. La vida misma es una fugaz ilusión. Por eso yo he decidido invertir los conceptos, y convertir la ilusión en algo real. Y, créeme, lo único real que conozco en esta vida es el dinero.
-No des un paso más, Mandrake. No fallaré desde aquí.
-¿Sabes? La cartomancia es una actividad enormemente provechosa, Bonzo, y no solo desde el punto de vista lucrativo. También confiere cierta serie de habilidades mentales. Entre ellas, la de contar las cosas de manera rutinaria. Se escucharon cinco disparos ahí fuera. Dos balas para Gómez y tres para el gordo. O quizá fueran una para Gómez y cuatro para Sansón. Me imagino que debió ser difícil acertarle a ese psicópata en un lugar donde no tuviese agujeros. Esas cinco, con la que ha jubilado a mi querido espejo Luis XVI casi auténtico, hacen seis.
Su figura emerge lentamente bajo la luz mortecina.
-Quizá te preguntes –añade- como sé que no has cargado más balas.
Mandrake entra en la pista y hace aparecer un cigarrillo de la nada con su mano izquierda. Luego un mechero. El mío. Otra vez, qué hijo de puta. Desde que le conozco, no hay mechero que me haya durado más de un día. Se enciende el cigarrillo. Yo creo que, para tener en mis manos un revólver vacío y estar más cerca de la otra vida que de ambulatorio más próximo, conservo bastante bien la compostura. Sigo apuntándole, pero no creo que pudiese soltar ninguna fanfarronada sin que me entrase la risa. Estoy más acabado que el sastre de Teresa de Calcuta.
Se detiene a unos seis metros de mí.
-Lo prueba el hecho de que a estas alturas pueda estar hablando frente a ti y todavía mantenga la cabeza en su sitio. Ivette, querida, descansa. Ya me ocupo yo.
Ivette baja el revólver y se desploma de rodillas, sollozando. Parece muy afectada. Lo sentiría por ella si no fuera porque dentro de unos momentos voy a estar haciéndole compañía a lo que queda del Señor Corsini bajo el inmenso culo de un elefante asiático.
-Sólo hay una última cosa que quiero saber antes de poner fin a esta desagradable situación, Bonzo. ¿Cómo supiste que yo maté al mono?
-El Sr. Cheeseburger tenía problemas, pero sabía distinguir perfectamente un Valium de un Nolotil, Mandrake. Y, además, nunca se le ocurriría echar mano del frasco sin mi permiso.
-Entiendo.
Amartilla el revólver.
-En fin, querido amigo.
-Me he quedado sin tabaco. –digo.
-¿Cómo?
Es cierto, me he quedado sin tabaco.
Mandrake se ríe. Eso es algo que ocurre muy raras veces
-Me encantas, Bonzo. De toda la escoria que he conocido en este mundo, tú eres la más persistente y la más tozuda. Ni siquiera quieres hacerte a la idea de que estás muerto cuando ya estás muerto. ¿Quieres un cigarro?
-Por favor.
Esta vez Mandrake se saca un paquete de tabaco del bolsillo, y me lo muestra.
-Toma, cógelo tú mismo.
Comienzo a andar muy lentamente mientras él me apunta. Está jugando. Siempre le ha gustado jugar, y a mí también. Juguemos, pues.
Ivette implora a Mandrake:
-Francis, por favor, deja que se marche.
Ambos, Mandrake y yo, miramos sorprendidos a Ivette. Definitivamente, sus palabras, por enternecedoras que sean, no pueden estar más fuera de lugar en un momento como este. Esas no son formas.
-Ah, Ivette, Ivette…- suspira Mandrake –Con las mujeres como tú, uno nunca puede estar seguro de si se trata de una chica buena jugando a ser mala, o de una chica mala jugando a ser buena. Todos sabemos que hay más posibilidades de encontrar una cucaracha que hable francés que de solventar este conflicto con un apretón de manos. Nuestro amigo Bonzo no es de ese tipo de personas. ¿No es así, Bonzo?
-Así es, Mandrake.
-Es evidente que, por motivos que soy incapaz de imaginar, la señorita Ivette todavía conserva cierta estima hacia ti. No obstante, desgraciadamente para ella, y afortunadamente para mí, su capacidad de elección está seriamente limitada en este asunto, merced a cierta información sobre su pasado que yo poseo y que, en caso de sucederme cualquier tipo de desafortunado incidente, también estará a disposición de las autoridades federales. Por no hablar de cierta red de negocios dedicada a facilitar determinados servicios ajenos a Ley y el decoro a algunos clientes acaudalados.
Estoy a tres metros.
Ivette se pone en pie, con las piernas temblorosas.
-Francis, no.
-Me temo, amigo mío, que la pequeña Dorothy se dejó más de un asunto espinoso sin resolver cuando salió de Kansas a recorrer el mundo.
Dos metros. Desde aquí, puedo contemplar el interior del cañón de su revolver. Al fondo me parece ver angelitos rubios.
Escucho a Ivette, a mi espalda.
-Todas las cosas que te dije eran ciertas, Bonzo, hasta las que no eran verdad.
Estoy escasamente a un metro de la punta del cañón. No voy a conseguirlo. Antes siquiera de dar un paso más, mi cabeza se habrá convertido en arte abstracto.
-Está todo bien, muñeca. Está todo bien.
Mandrake me lanza un cigarrillo sin dejar de apuntarme. Lo cojo en el aire.
-¿Quieres fuego, Bonzo?
Entra una suave brisa a través de la puerta de la carpa. Me llevo el cigarrillo a los labios. Es una buena noche para morir.
-Por favor –digo.
Vamos allá.
Suena un disparo, y salto hacia delante. Caigo sobre Mandrake, le sujeto, trato de arrebatarle el revólver. Lo logro con facilidad. Con demasiada facilidad. Durante un breve instante llego a creer que es otro de sus trucos, pero me doy cuenta de que no se mueve en absoluto. Está muerto. Me miro, me toco. Todo parece estar en el mismo estado deplorable que antes. Sigo vivo.
Entonces me giro y veo a Ivette tras una cortina de humo azulado.
Me incorporo con la agilidad de un mueble de cocina. Ivette deja caer el revólver a sus pies. Me acerco a ella. Está tiritando. Me mira con ojos que son dos condenas. Quizá sería apropiado abrazarla.
-¿Qué vamos a hacer ahora, Bonzo? –pregunta.
-No lo sé, nena –respondo-. ¿Sabes algo de ovejas? ¡No, en la cara no!
¡Auch! Mierda.
Mi nariz.
Kepa Hernando
La esencia de la democracia, querido Willy, y donde reside parte de su belleza, es el derecho a discrepar. Incluso a defender lo indefendible, como sin duda estás pudiendo comprobar. Es lo que tienen dos conceptos tan odiosos como los de libertad de expresión y de asociación.
Pero, si no te gustan, si prefieres otra cosa, puedes predicar con el ejemplo. Censúrate a ti mismo. Por ser coherente con tus ideales, digo. En Cuba ya lo habrían hecho por criticar la política gubernamental. Como mínimo. Nadie te lo impide. Es más, muchos te apoyarían con entusiasmo.
El problema de lanzar tus palabras al viento, Willy, es que el viento puede devolvértelas.
Todo esto me lleva a otra reflexión. Me llama la atención que, cuando determinados actores y músicos famosos hacen manifestaciones públicas, se les presta una especial atención, como si sus opiniones sobre lo divino y lo humano tuvieran una relevancia superior a las de otros colectivos. “El mundo de la cultura se pronuncia”, dicen los telediarios. Conozco a varios actores. Salvo honrosas excepciones, no les considero intelectualmente más dotados ni mejor informados que la media. La mayoría no tienen estudios superiores, y muchos no cogerían un periódico ni para envolver el pescado. No digamos ya un periódico considerado “de derechas”, así sea para contrastar información. Y sin embargo, su opinión merece mayor atención que las de asociaciones de juristas, sociólogos, economistas, etc. Los actores son buenos en lo suyo. Es decir, en actuar. De igual modo, los músicos, por lo general, entienden de música. Atribuirles una especial autoridad en otros ámbitos es caer en la idolatría.
Moraleja: dale un altavoz a un necio, y al final acabará por usarlo.
Viva Cuba. A ser posible, libre.
Nosotros. Nosotros en la habitación, desnudos. Rojos, primitivos y refulgentes. Sucios, salvajes y hambrientos. Náufragos en una balsa de paredes naranjas. Ojos que hablan de mundos olvidados, pieles que hablan de batallas perdidas. Un mensaje de reconocimiento mutuo expresado sin palabras. Nos dijimos que contaríamos nuestra historia, y así lo hacemos.
Principios de agosto. He acudido con un amigo a un concierto en
-Tú –dices, acusándome con el dedo.
-¿Sí? –pregunto.
-Me gustas.
Te miro de arriba abajo sin disimulo.
-Tú a mí también.
Te acercas.
-¿Nos vamos?
Ni lo pienso.
-Claro. ¿A dónde?
-¿A tu casa?
-Vale.
Y nos largamos ante la mirada atónita de mi compadre.
-R., si no vuelvo en dos días avisa a
No creo que mi amigo acierte a responder nada, aunque tampoco espero a comprobarlo. Sonreímos extraño y cómplice mientras esperamos un taxi, apenas pronunciamos palabra. Entramos al vehículo, me juego el hígado a que el taxista nunca olvidará ese día. El coche circula en llamas, cruzando la cuidad como un camión de reparto de hormonas. Llegamos. Subimos las escaleras aferrados de la cintura como intentando aprehender un sueño. Abrimos la puerta y hacemos una visita de tres segundos a la casa, el tiempo que tardan dos cuerpos entrelazados en recorrer el espacio desde la entrada hasta el dormitorio. A media luz nos arrancamos la ropa ceremoniosamente y nos sumergimos el uno en el otro, profesionales en naufragios, y nos conocemos como si ya nos conociéramos.
El primer polvo es implacable. Nos atravesamos, nos exploramos, nos transitamos, nos absorbemos, nos diseccionamos. No hay límites, nos conocemos. Retenemos detalles en medio de la vorágine: los dibujos de nuestra piel, los apéndices vulnerados, la llamada detrás de los ojos, las cicatrices físicas y las líneas de sacrificio, los pecados arrastrados, las entrañas al descubierto. Todo a la vista es nuestro. Nuestros sexos son nuestros, nos conocemos.
Follamos con ansia homicida entre un silencio de hermanos. No sabemos quienes somos, pero no importa, somos nosotros. Nos conocemos. Todo lo que sucede en el mundo sucede en nosotros ahora. Follamos con plena conciencia, nos pegamos un tremendo polvo kamikaze. Podríamos estar así eternamente, pero queremos ver que hay después.
Nos despegamos al cabo, exhaustos y victoriosos, y nos observamos desde los extremos de la balsa.
Tú.
Tú.
-¿Te apetece un porrito?
Claro que nos apetece, decimos con esa sonrisa temible. Es hora de saber quienes somos, de revelar nuestros nombres.
-Hola, M.
-Hola, K.
Encantados de conocernos, sinceramente.
¿Somos de aquí? En parte sí, en parte no. Hemos quemado muchos calcetines. Indonesia, Portugal, Estados Unidos, Australia, Grecia, Londres, África, Madrid, Panamá, Nicaragua, Numancia… hemos estado en muchos lugares, hemos visto muchas cosas, hemos dilapidado muchos tesoros. Nos conocemos. Tenemos tantas cosas que mostrar, tantas cosas que aprender…
-¿Quieres beber algo?
No es que queramos, es que necesitamos hacerlo so pena de morir consumidos.
Nos miramos con indulgencia: nos conocemos. Realmente es un placer conocernos. No esperábamos esto, no esta noche. Eso lo hace aún más precioso.
¿Qué hora es? ¿Tanto tiempo hemos estado? La noche vuela, pero nosotros más. Follamos de nuevo, esta vez como hermanos que se reencuentran, así. Estamos solos, pero hoy no. Esta vez es territorio conocido, y por eso no hay temor. Tampoco lo hubo antes, en realidad, pero ahora nos manejamos con la seguridad de los reincidentes, gozando de una impunidad manifiesta. Todo a la vista es nuestro, nos conocemos. No hay oquedad a la que nuestras lenguas no puedan acceder ni santuario que no podamos profanar. No hay diferencia, todo es nosotros. Somos de la misma especie, nos mueve el mismo ansia, escapamos de lo mismo. Sabemos lo que otros no saben. También sabemos cómo terminará esto. Somos sanguijuelas retroalimentándose. Nos conocemos.
Amanece. A la luz del día somos paisajes distintos, más agrestes, más malditos. Abrazados, nos quedamos dormidos.
Nos reconocemos de vez en cuando entre medias de los sueños. ¿Quiénes somos? Somos nosotros. Ah. Todo está bien.
Volvemos sobre nuestros pasos.
-¿Ese tatuaje?
Nos lo hizo un maorí en Nueva Zelanda.
-¿Y ese?
Es un casco hoplita, recuerdo de una vida pasada, cuando fuimos héroes.
-¿Y esas cicatrices?
-¿Qué cicatrices?
No volveremos a preguntar.
-Quizá podríamos comer algo.
-Sí, quizá deberíamos.
Dios salve a Telepizza. Un golpe de aire viciado sacude el cabello del repartidor cuando le abrimos la puerta, nuestro olor a polvazo le salta a la cara como una manada de tigres. Su expresión de estupor y de envidia es hilarante. La humanidad está ahí para servirnos, somos sus niños consentidos y ociosos. Devoramos la pieza sobre la cama entre risas y música. Que no pare la música, eso es esencial. Luego un vacío. El sentido común nos dicta que es hora de despedirse, que así, ahora, es como deben terminar estas cosas. Pero nos conocemos.
-¿Otro porrito?
Claro que sí. Pa qué preguntamos. No queremos salir de aquí. Si alguna vez hubo un mundo ahí fuera ya lo comprobaremos más tarde. Ahora solo queremos estar así, estar así siempre. Nuestras manos recorren nuestras espaldas, nuestros labios besan nuestras nalgas, nuestros dedos juguetean entre nuestras piernas, nuestros dientes mordisquean nuestras nucas. Gozamos contemplando lo que es nuestro. Nos recordamos a otras, a otros. Somos lo mismo pero somos especiales, como todos. Somos hermosos, a nuestra manera.
-¿Una ducha?
Para qué, si la cama seguirá rezumando y apestando, pero vale, suena divertido. Además, casi no lo hemos hecho de pie todavía. Jugamos. Nos enjabonamos. Niños grandes jugando a que juegan, pero nuestros ojos cuentan que hemos muerto demasiadas veces.
Ardemos bajo el agua tibia. Nos lavamos y nos ungimos. Regresamos chorreantes y lúbricos a la balsa. Vernos así, recién duchados, nos hace recordar muchas cosas que no pasarán, despertares juntos que nunca sucederán, misterios que no compartiremos, claves que no inventaremos, rituales que jamás se instaurarán. Podría ser, pero no será. Nos conocemos.
Cae la tarde. Ninguno de los dos queremos reconocerlo, pero vamos a por el récord. Lo hacemos de nuevo, ora repasando las maneras que más nos gustaron antes, ora creando otras nuevas. Si los vecinos todavía no han derribado la puerta es que no lo harán nunca. Nos gusta nuestro pene, nos gustan nuestros pechos, nuestros culos nos vuelven locos. Lo hacemos como ha de hacerse.
Otro porro, merecidísimo. Hablamos. Preguntamos. Contamos cosas dolorosas de recordar, aunque ya no tanto, apenas un leve escozor. Lentamente el afecto va desplazando a la lascivia. Somos tan de aquí, y sin embargo tan de ninguna parte... Nuestra casa es el viento, normal que no nos hubiéramos conocido antes. Empiezan a asomar a nuestros labios promesas que no cumpliremos, niños que ahogaremos antes de que nazcan. Lo sabemos, pero es bonito imaginar. El reparto de los papeles comienza a definirse, ya sospechamos a quién le va tocar pagar la ronda esta vez. Pero aún estamos aquí, todavía somos nosotros.
Anochece.
-Quédate a dormir.
Qué carajo, pensamos. Total… Ya haremos cuentas mañana.
Fumamos como nos gusta, como sultanes de un reino otomano, y por suerte hay provisión de cervezas. Los vampiros se reconocen en la noche. La vida debería ser esto. Mejor dicho: la vida es esto. Mañana empezará otra vida.
La noche es eterna, en sueños caminamos juntos como gatos por los tejados.
No obstante amanece, como siempre ocurre. El despertar es diferente.
Es el final de un largo saludo y el principio de una despedida. Despertamos dentro del otro, follamos de nuevo con prematura nostalgia, despacio, demorando el final, pues sabemos. Nos conocemos.
Aún desayunaremos juntos, nos daremos nuestros teléfonos y eso, pero tú ya serás tú y yo seré yo.
Volveré a verte una vez más, aunque no será lo mismo.
Algún día debería devolverte tu Mp3, lo sé. Pero, en fin, ya sabes.
Nos conocemos.
Kepa Hernando