
Tras un sinfín de fracasos sentimentales previos, Patricia estaba segura de haber encontrado en Jorge al hombre adecuado. Bien parecido, con una holgada situación económica y, sobre todo, aparentemente dispuesto al compromiso. Sin embargo, la madre de Patricia desconfiaba -“Hasta que no haya anillo, hija, nada de nada”, repetía insistentemente -. No tardó Jorge, acuciado por ciertas necesidades viriles, en proponer matrimonio a Patricia, propuesta que ella aceptó con los ojos anegados de lágrimas. Sin embargo Patricia, aunque aceptó el anillo que Jorge le ofrecía, pertenecía a una reputada familia de orfebres cuyas actividades profesionales se remontaban a la Edad Media, e insistió en forjar personalmente los anillos para el enlace.
La boda se celebró la primavera siguiente en la Catedral, con grandes fastos, y a ella acudió lo más granado de la sociedad civil. Durante algún tiempo el matrimonio aportó paz y felicidad a sus dos miembros, sin embargo la rutina no tardó en instalarse en la vida conyugal. Jorge ya no era el galán solícito de los primeros tiempos y Patricia cada vez se mostraba menos complaciente hacia los requerimientos nocturnos de su marido, motivo por el cual Jorge se sintió impulsado a buscar fuera del hogar las atenciones que en casa se le negaban cada vez con mayor frecuencia.
Una noche, hallábase Jorge en un conocido burdel del extrarradio, gozando de los favores de una corpulenta meretriz brasileña, cuando notó que algo tiraba de su dedo anular. Sorprendido, comprendió que se trataba del anillo. Trató de quitárselo, pero el anillo parecía haberse adherido con fiereza a su piel. Los tirones aumentaban de intensidad y lo hacían en dirección a la puerta, hasta el punto que apenas tuvo tiempo de ponerse los calzoncillos antes de salir corriendo con el brazo extendido a través del local, entre las miradas estupefactas de trabajadoras y clientes, hacia la calle. Cuanta más resistencia oponía Jorge, con mayor determinación tiraba de su dedo el anillo, produciéndole tal dolor que pronto Jorge no tuvo más remedio que tratar de seguir el ritmo, cada vez más apremiante, que marcaba el dorado objeto. Pero el anillo avanzaba más y más rápido y tiraba con mayor fuerza a cada momento. Cruzó Jorge calles y plazas a la carrera, con su dedo anular apuntando al infinito, hasta que no pudo más y tropezó, hecho que no detuvo al anillo en su trayectoria. A pesar de sus gritos pidiendo auxilio, nadie fue capaz de reaccionar al paso de ese hombre que se arrastraba por el suelo semidesnudo de forma tan inverosímil.
Patricia estaba con su madre en la cocina cuando vieron aparecer por la gatera de la puerta el anillo, todavía unido al dedo que antes había sido de Jorge.
“No llores, hija, cualquiera puede equivocarse. La próxima vez te saldrá bien, ya lo verás”, dijo la madre mientras abrazaba a Patricia y trataba de aplacar su desconsuelo. Después recogió anillo y dedo, los limpió en el fregadero y los guardó tal cual en el cajón del armario al fondo del desván, junto a todos los demás. “Hombres”, pensó, “quinientos años y aún no han aprendido nada”.
Kepa Hernando