domingo, 20 de diciembre de 2009

A propósito de Haidar



Supongo que conocen ustedes, por lo menos a grandes rasgos, el cuento del traje nuevo del Emperador. Pues bien; he de decir, aun a riesgo de parecer prepotente, que a menudo tengo la sensación de ser el único en darse cuenta de que el Emperador, en realidad, está desnudo. Y créanme, a veces me gustaría que no fuese así, para poder participar de la algarabía general. Digo esto a propósito del caso de Aminetu Haidar.


Desde el principio tuve la sensación de que, más allá de los hechos aceptados comúnmente, había varios aspectos confusos en este caso. Por eso, antes de decidirme a expresar mi opinión de manera firme, he tratado de recabar información desde diversas fuentes. Ahora, ya puedo ofrecer una opinión meditada, aunque todavía provisional, y me apetece compartirla con todo aquél a quien le interese. Allá va:

Se ha publicado en casi todos los medios que Marruecos negó la entrada a la activista saharaui el 13 de noviembre, cuando se disponía a entrar en El Alaiún procedente de Las Palmas. Y eso es cierto, aunque hay matices de importancia que la mayoría de las personas no han tenido en cuenta. Al parecer, en la ficha de control policial de la aduana, Haidar puso “Sáhara Ocidental”. Para que se hagan a la idea, es como si ustedes, o yo, a la hora de rellenar un formulario de entrada para mi país, o para cualquier otro, decidiera poner “vasco”, o “catalán”. O como si un ciudadano indio escribe “Cachemira”. Lógicamente, se le denegará la entrada, o la salida, según el caso. Eso, repito, les pasaría a ustedes, a mí, a mi padre y a mi abuela, con la diferencia de que a nadie le importaría un comino excepto a nuestros allegados. Pensarán ustedes, quizá, que son casos diferentes, que el conflicto del Sáhara no tiene nada que ver con los mencionados por mí, y es cierto, son casos muy diferentes. Sin embargo, a efectos administrativos no lo son. Al no estar esa nacionalidad oficialmente reconocida por Marruecos, los funcionarios de aduanas marroquíes hicieron aquello a lo que su responsabilidad les obliga; es decir, negar la entrada a esa mujer a menos que acreditase su nacionalidad marroquí. Haidar, habremos de suponer, se negó a reconocerse marroquí como forma de reivindicación y de protesta, gesto que me parece totalmente legítimo, como también lo es que los funcionarios le negasen la entrada. Que hubieran hecho la vista gorda en otras ocasiones, como así fue, no implica que debieran hacerlo en esta. Eso es difícilmente discutible. Sí lo es que, posteriormente, le retirasen su pasaporte y la trasladasen a Lanzarote de manera forzada, lo que supone una expulsión ilegal de libro. Eso nos lleva al papel del Gobierno de España. Se ha reprochado con dureza que el Ministerio de Asuntos exteriores permitiera la entrada de Haidar de manera irregular. ¿Debemos suponer, entonces, que las personas que sostienen esto se hubieran mostrado satisfechas si el Gobierno hubiese impedido la entrada de Haidar en nuestro país, como debería haber sido de acuerdo con la legalidad? No lo creo. Creo que, por el contrario, se le hubiera criticado aún más duramente. El caso es que su traslado forzoso ha llevado a Haidar a denunciar al Gobierno de España por “secuestro” y “malos tratos”, cargos extremadamente graves, aunque con visos de ser ciertos, por lo menos en lo referente al secuestro, entendido como retención contra su voluntad.


El día 16 de novienbre, Haidar inicia una huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote para que se le permita regresar al Sáhara, y presenta la mencionada denuncia, así como otra contra Marruecos por “expulsión ilegal”. El 18 de Noviembre, dos días después de iniciar su huelga de hambre, Haidar se ampara en su estado de salud para no comparecer ante un juzgado que le había citado por supuesta alteración del orden público. Ignoro cuál sería su estado de salud por aquél entonces, pero su gesto podría interpretarse, además de cómo otra forma de protesta, como un menosprecio hacia las leyes del país que, hasta entonces, la había tratado de manera más que favorable, y de las cuales se había beneficiado en más de una ocasión.


En mi condición de partidario de la desobediencia civil como forma legítima de protesta, no puedo criticarla por ello, pero creo que es un dato elocuente, por cuanto habla de una actitud poco proclive a la colaboración con las autoridades españolas.


Más: El 20 de noviembre, el Ministerio de Asuntos Exteriores propone a Haidar que, en caso de rechazar la propuesta de Marruecos de tramitar un nuevo pasaporte en el consulado marroquí en Canarias, puede solicitar la concsión del estatuto de refugiada, pero la activista rechaza ambas opciones. Es decir, se le ofrece una solución práctica para poder regresar a El Alaiún, pero ella se niega. De nuevo, considero que estaba en su derecho, pero esa versión casa difícilmente con la de que “España y Marruecos la están empujando a la muerte”, como posteriormente sostuvo.


29 de noviembre: Haidar rechaza la propuesta de Exteriores de concederle la ciudadanía española durante la reunión celebrada en el aeropuerto entre el director del gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores, Agustín Santos, y la activista, y que fue interrumpida cuando ésta sufrió un desvanecimiento. O sea, más de lo mismo.


4de diciembre: España fleta un avión medicalizado para trasladar a Haidar a El Aaiún pero Marruecos, que había autorizado el vuelo, impide que la aeronave despegue con una "contraorden".


5 de diciembre: Marruecos vuelve a impedir el regreso de Aminetu Haidar a El Aaiún. La activista se encuentra en el aeropuerto de Lanzarote a la espera de obtener los permisos necesarios que autorizen su regreso efectivo a El Aaiún. Es entonces cuando acusa a España de “ser cómplice de Marruecos” y de “empujarla hasta la muerte”. Tela, ¿no?


Mientras tanto, por toda España, se suceden las manifestaciones en apoyo a la activista y en contra de las políticas de Marruecos y de España; los antimonárquicos exigen la mediación del Rey (ver para creer); gente que no ha movido un dedo para exigir el respeto por los Derechos Humanos por parte de la dictadura castrista, o que, incluso,se declaran partidarios de ella, sale sin empacho a exigir eso mismo en el Sáhara, etc.


Posteriormente llegaría el feliz desenlace que conocemos todos: Haidar gana su pulso al Reino de Marruecos y al Estado Español y consigue regresar a su casa sin haber hecho una sola concesión, gracias al nutrido apoyo popular que su causa recaba. De paso, se convierte en un icono de la lucha por los Derechos Humanos a nivel mundial.


Bueno, bien está lo que bien acaba. Sin embargo, ¿saben una cosa? Me jode que intenten manipularme. Y, sobre todo, me jode cuando los que intentan manipularme son aquellos con los que, en principio, me identifico. Me explico. Se nos han vendido como ciertos unos hechos que no lo son. A saber:

-Que a Haidar se le prohibió la entrada a Marruecos desde un principio. Eso es, como mínimo, relativo. Ella podía haber entrado como marroquí. Sencillamente, no quiso. Luego, sí que es cierto que se le niega la entrada, al mantenerse ella en sus trece.
-Que España la tenía retenida. Falso. De hecho, me parece que, si de algo tenía ganas el Gobierno era de quitarse de encima ese marrón como fuera. Se le han ofrecido varias soluciones, dentro y fuera de la legalidad, para que regresara a su casa, y las ha rechazado todas. No ha querido hacer una sola concesión, y ha preferido mantener hasta el final su pulso con Marruecos y España, aun a riesgo de perder la vida.
-Que España y Marruecos “la están empujando a la muerte”. En fin. Lo de Marruecos, pase, por los precedentes, pero lo de España…

El cuadro de la situación que veo ante mis ojos incluye las siguientes figuras:


-Una mujer tenaz, valiente, inteligente, testaruda y proclive al martirio, con la razón de su parte, pero solo en parte, y que, por otra parte, se muestra extremadamente poco razonable en muchos momentos para buscar una salida satisfactoria al conflicto.
-Un país gobernado por un sistema arcaico, feudal, antidemocrático, intransigente y despótico, a la que la vida de sus súbditos (que no ciudadanos) parece importarle un comino.
-El Gobierno de un país democrático, torpe, confuso, temeroso y voluble, cuyas actuaciones parecen basarse más en la improvisación y el oportunismo que en unas convicciones firmes y sólidas.
-Una masa de personas bienintencionadas, en muchos casos mal informadas, con un sentido crítico unidireccional, que apoya de manera entusiasta y voluntariosa lo que consideran una causa justa, y que asume como dogmas una serie de falsedades y exageraciones que de ningún modo creo que sean inintencionadas.


O, dicho de otro modo, que raramente las cosas son solo blancas o negras. Generalmente, hay matices de gris. Pero, claro, considerar todos esos matices dificulta enormemente el tomar una postura rotunda respecto a determinadas causas, y hay causas en las que la indefinición o la discrepancias no están muy bien vistas.


Todos queremos ser buenos y sentirnos buenos. Yo, el primero. Pero, para mí, la idea de bondad está indisolublemente ligada a la idea de Justicia. Y esta, a la de la Verdad. Así, en mayúscula. Para juzgar correctamente un caso, hay que conocer los hechos. Cuantos más, mejor.


Yo, por mi parte, no puedo dejar de pensar que he asistido, aparte de a la valiente y orgullosa lucha de una mujer por su libertad y sus ideas, al intento (y consecución) de fabricar una mártir, con la necesaria y entusiasta colaboración de una gran cantidad de buenas personas. No debería tener que decirlo, pero, por si alguno lo dudase, apoyo la causa del pueblo saharaui y su lucha por la independencia de Marruecos. Me parece un buen fin. Pero, eso sí, no me vale cualquier medio.


Ahora, juzguen ustedes. Por cierto, lo que quiero decir ya lo dijo John Lennon hace tiempo, con menos y mejores palabras:


Buenas tardes.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El anillo de Patricia



Tras un sinfín de fracasos sentimentales previos, Patricia estaba segura de haber encontrado en Jorge al hombre adecuado. Bien parecido, con una holgada situación económica y, sobre todo, aparentemente dispuesto al compromiso. Sin embargo, la madre de Patricia desconfiaba -“Hasta que no haya anillo, hija, nada de nada”, repetía insistentemente -. No tardó Jorge, acuciado por ciertas necesidades viriles, en proponer matrimonio a Patricia, propuesta que ella aceptó con los ojos anegados de lágrimas. Sin embargo Patricia, aunque aceptó el anillo que Jorge le ofrecía, pertenecía a una reputada familia de orfebres cuyas actividades profesionales se remontaban a la Edad Media, e insistió en forjar personalmente los anillos para el enlace.

La boda se celebró la primavera siguiente en la Catedral, con grandes fastos, y a ella acudió lo más granado de la sociedad civil. Durante algún tiempo el matrimonio aportó paz y felicidad a sus dos miembros, sin embargo la rutina no tardó en instalarse en la vida conyugal. Jorge ya no era el galán solícito de los primeros tiempos y Patricia cada vez se mostraba menos complaciente hacia los requerimientos nocturnos de su marido, motivo por el cual Jorge se sintió impulsado a buscar fuera del hogar las atenciones que en casa se le negaban cada vez con mayor frecuencia.

Una noche, hallábase Jorge en un conocido burdel del extrarradio, gozando de los favores de una corpulenta meretriz brasileña, cuando notó que algo tiraba de su dedo anular. Sorprendido, comprendió que se trataba del anillo. Trató de quitárselo, pero el anillo parecía haberse adherido con fiereza a su piel. Los tirones aumentaban de intensidad y lo hacían en dirección a la puerta, hasta el punto que apenas tuvo tiempo de ponerse los calzoncillos antes de salir corriendo con el brazo extendido a través del local, entre las miradas estupefactas de trabajadoras y clientes, hacia la calle. Cuanta más resistencia oponía Jorge, con mayor determinación tiraba de su dedo el anillo, produciéndole tal dolor que pronto Jorge no tuvo más remedio que tratar de seguir el ritmo, cada vez más apremiante, que marcaba el dorado objeto. Pero el anillo avanzaba más y más rápido y tiraba con mayor fuerza a cada momento. Cruzó Jorge calles y plazas a la carrera, con su dedo anular apuntando al infinito, hasta que no pudo más y tropezó, hecho que no detuvo al anillo en su trayectoria. A pesar de sus gritos pidiendo auxilio, nadie fue capaz de reaccionar al paso de ese hombre que se arrastraba por el suelo semidesnudo de forma tan inverosímil.

Patricia estaba con su madre en la cocina cuando vieron aparecer por la gatera de la puerta el anillo, todavía unido al dedo que antes había sido de Jorge.
“No llores, hija, cualquiera puede equivocarse. La próxima vez te saldrá bien, ya lo verás”, dijo la madre mientras abrazaba a Patricia y trataba de aplacar su desconsuelo. Después recogió anillo y dedo, los limpió en el fregadero y los guardó tal cual en el cajón del armario al fondo del desván, junto a todos los demás. “Hombres”, pensó, “quinientos años y aún no han aprendido nada”.

Kepa Hernando

A kind of Magic

El Ministro de Propiedades Mágicas estaba leyendo un informe sobre tréboles mutantes de siete hojas cuando unos golpes apresurados sonaron en su puerta y, acto seguido, su secretario asomó la cabeza preso de una llamativa excitación.
-¿Sí, Rufus? ¿A qué se debe tanta urgencia? ¿Y por qué no ha utilizado su caracola para comunicarse conmigo, como es reglamentario?
-Disculpe, Señor Ministro, pero creo que se trata de algo de suma importancia, y temía que pudiera llegar a oídos indeseados.
-Está bien, pase. ¿De qué se trata?
El secretario tomó asiento y resopló, sin decidirse a hablar.
-Vamos, vamos, suelte ya lo que sea –le apremió el Ministro -, que no tengo todo el día.
-Verá, Señor, es que… ¿Recuerda usted el objeto del que le hablé hace un par de semanas, el que fue encontrado en una cantera de Cornualles?
-Sí, lo recuerdo. Ese que, aparentemente, no parecía tener ningún tipo de propiedad mágica.
-Exacto. Pues nuestros hombres lo han estado investigando día y noche y parece confirmado; el objeto no tiene magia por ninguna parte.
El Ministro miró a su secretario con incredulidad.
-Eso no es posible, Rufus. Algún tipo de propiedad mágica debe tener. ¿Lo han mirado ustedes bien?
-Obviamente, señor; si no, no estaría aquí.
-Pero, vamos a ver, algo debe hacer. No sé. ¿No aumenta de tamaño? ¿No cambia de forma? ¿No atrae a la mala o la buena suerte, al menos?
-Al parecer no, señor.
-¿Y qué hace, entonces?
-Nada, señor.
-¿Cómo que nada?
-Pues eso mismo, señor: nada.
-A ver si lo entiendo: ¿El objeto está ahí y no hace nada?
-Como se lo cuento.
-¿Y han probado a conjurarlo, por si tuviese algún genio dentro? ¿Lo han disuelto, mezclado con otras sustancias, radiado con energía mística…?
-Lo hemos probado todo, señor, absolutamente todo. Hemos agotado el protocolo convencional y el de emergencia, pero no hemos conseguido nada.
-Esto es inaudito. Tienen que haber cometido algún error.
-Es posible, señor, pero yo no apostaría por ello.
-Entonces debo informar de inmediato. ¿Está usted seguro de lo que me cuenta, Rufus? Mire que no me gustaría convertirme luego en el hazmerreír del Consejo de Hechicería.
-Absolutamente, señor. Jamás nos habíamos encontrado con un caso similar a este.
El Ministro profirió una maldición que hizo arder las cortinas de su despacho.
-Sagrado corazón de Merlín, a ver cómo le cuento yo esto al Primer Ministro. Rufus, ¿le importaría acercarme el tintero invisible del estante del fondo?
-Por supuesto, señor.
El Ministro esperó hasta que su secretario se alejó de la puerta; entonces sacó su varita mágica del cajón de su escritorio y lo fulminó con un hechizo desintegrador. Después limpió la estancia de residuos mágicos y orgánicos e invocó a su caracola secreta desde otro plano dimensional. Permaneció unos segundos indeciso frente a ella hasta que finalmente se decidió a utilizarla.
-Plubius, soy yo. ¿Podemos hablar? Con seguridad, quiero decir.
-Claro, Henry, esta línea es segura. De hecho, en realidad ni siquiera existe.
-Bien. Tengo algo que contarte, pero te va a parecer increíble.
-No me lo digas, ya lo sé. Acaban de informarme.
-¿Com…?
-No te preocupes, Henry, no ha sido tu gente, tengo mis propias fuentes de información.
-¿Y qué vamos a hacer, Plubius? Si el pueblo se entera de esto…
-Precisamente, de eso se trata.
-¿Qué quieres decir?
-Que debemos impedir que lo sepan. Si esto llegase a la calle cundiría el pánico. Todo cuanto conocemos, todo en cuanto apoyamos nuestro ancestral sistema de gobierno, cambiaría para siempre. Las personas ya no sabrían en qué creer, no tendrían a qué aferrarse.
-Pero, Plubius, ¿tú crees que tenemos derecho a ocultarlo? Es decir, esto puede cambiar el curso de la Historia, no sé si está en nuestras manos decidir...
-No es discutible, Henry. Debes hacerme caso. Tú asegúrate de que no haya nadie que pueda difundir esa información, no sé si me entiendes.
-¿Me estás pidiendo que…?
-Sí, eso te estoy pidiendo. Es más, te lo estoy ordenando. Yo asumo toda la responsabilidad por si hubiera problemas en el futuro, pero debes hacer cuanto sea necesario. No hay otro remedio. Mientras tanto yo he enviado a alguien a hacerse cargo del objeto, ya deben estar de camino.
-Está bien, Plubius, así lo haré.
-Confía en mí, Henry, sé lo que hago. Después te llamo para coordinar la estrategia. Y no te preocupes, todo está bajo control.
-De acuerdo, Plubius, como tú consideres. Hasta después.
-Hasta después.
El Ministro depositó la caracola en la mesa y se acercó a la ventana. El bosque de fuego ardía precioso aquella tarde. Henry sabía perfectamente la suerte que le aguardaba. A pesar de las arteras palabras del Primer Ministro sabía que no vería un nuevo amanecer, pero tampoco le importaba demasiado en esos momentos. No después de lo que acababa de conocer. Un objeto sin magia. Así que las antiguas leyendas eran verdad.
Tomó una decisión. No tenía mucho tiempo, los hombres de Plubius debían estar al caer. Fue hasta la librería oculta tras la telaraña gigante de la esquina y seleccionó un volumen polvoriento y gastado: Magia Trascendental. Lo abrió casi por el final.
-No, no, no, no… ¡Aquí está!
Leyó con atención, cerró el libro y voló hasta el Departamento de Propiedades Mágicas Primordiales atravesando los pasillos del Ministerio como una exhalación, sin hacer caso a las miradas atónitas de los funcionarios. Cuando los miembros del Cuerpo Estatal de Seguridad llegaron al departamento tuvieron que fundir la puerta de plomo para entrar. Dentro estaba el Ministro, rodeado por los destellos moribundos de un hechizo recién utilizado. Le exterminaron sin mediar palabra, pero no encontraron rastro alguno del objeto que habían venido a buscar.

Muy lejos de allí, al mismo tiempo y en otro plano de la existencia, Rodrigo Badilla, estudiante de Biología, natural de Valparaíso, Chile, miraba a través de la ventana de su terraza y se preguntaba, mientras trataba de superar con la ayuda de un café bien cargado y un alka-seltzer la espantosa resaca con la que amaneció esta mañana tras la fiesta Erasmus de anoche, quién demonios, y con qué extraño propósito, habría podido ensartar a ese gnomo de jardín en la aguja del campanario de enfrente.

Kepa Hernando

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un buen final



Rosana Alvarado está bloqueada. Ha hablado con su editor y están de acuerdo. No ha sido una conversación agradable, pero era necesaria. Ambos coinciden: hay que cerrar la saga y hay que hacerlo a lo grande. El séptimo volumen tiene que ser el mejor, o si no, al menos no debe defraudar las expectativas de sus lectores. Al principio Luis, su editor, se ha mostrado reacio a matar a Celia, pero al final Rosana ha impuesto su punto de vista. Matar a Celia Portillo es esencial. En primer lugar, la idea de una Inspectora Portillo jubilada, lamiéndose las heridas en su retiro de la Costa del Sol, le parece una abominación. Un personaje como Celia Portillo debe morir de pie, como una valkiria. Si la vida no ha sido capaz de doblarle el espinazo, la muerte tampoco lo hará. No ha enchironado a ese sinnúmero de hijos de puta para acabar babeando frente a la televisión en un asilo de ancianos. Y en segundo lugar, matar a Celia es la única manera de garantizar que al desgraciado de Luis no se le ocurra la infeliz idea de continuar con la saga después de su muerte, aunque eso no se lo ha dicho a él, obviamente. Lo que está claro es que Celia Portillo debe morir. Rosana no tiene mucho tiempo, el cáncer que le diagnosticaron hace cuatro meses avanza inexorablemente por sus tejidos reclamando cuotas de salud a su paso. Todavía puede valerse por sí misma pero eso terminará pronto. Tan solo espera vivir el tiempo suficiente para que Celia pueda morir dignamente. O para que la maten, porque Celia no esperará a que la muerte acuda a su encuentro. No, la muerte va a tener que salir a buscarla. A Celia la habrán de matar. La cuestión es quién, y cómo.


Respecto al quién, tendrá que ser algún personaje ya conocido, pues no hay tiempo de perfilar un nuevo villano de suficiente enjundia. Sin embargo no es fácil decidirse por alguno.


“Podría ser el “Bambino” Heredia”, piensa Rosana. Heredia es un patriarca gitano que se pudre confinado sobre su silla de ruedas en Soto del Real, y cuyo primogénito la palmó en una redada autorizada por Portillo. Sí, pudiera ser que saliera de la cárcel debido a sus problemas de salud, y que, una vez fuera de presidio, orquestase su ansiada venganza contra la inspectora. Aunque Heredia no vale tanto, es un pedazo de mierda que no estaría a la altura como némesis final.


También podría ser Félix Laíño, el magnate de la construcción, a quien solo sus numerosas amistades en el mundo de la judicatura han librado de más de una temporada contemplando el vuelo de las golondrinas tras unos barrotes por cuantos delitos monetarios pueda uno imaginarse. Pero no, asesinar a Portillo sería algo de demasiado mal gusto incluso para un cafre como él.


¿Tal vez Pepe Couso? Fue compañero de Portillo cuando esta era más joven, y llegaron a liarse un par de veces cuando Celia aún esperaba algo de los hombres. Sin embargo Pepe se cargó accidentalmente a un camello durante un trapicheo y, ya puesto, se quedó con un par de kilitos de coca para pasar el invierno. Celia le descubrió y, tras intentar convencerle en vano para que se entregara, terminó por delatarle en una de las decisiones más difíciles de su vida. Desde entonces a Pepe se le aflojaron varios tornillos y se la tiene jurada a Celia. Numerosas denuncias por acoso y diversas órdenes de alejamiento que pueden dar fe de ello. Sí, este final podría ser lo más parecido a la justicia poética.


¿Y el agente Gámez, en un momento dado? Ángel Gámez, su fiel escudero. Hace años Ángel se interpuso entre la inspectora Portillo y el revólver de un proxeneta búlgaro, y desde entonces es el único subordinado al que permite tutearla, aunque siempre en privado, nunca en público. Pero no, sería demasiado retorcido y no habría tiempo de idear una trama coherente para esa posibilidad. Sin embargo Rosana tiene que decidirse, no quiere que algún escritorcillo amateur con ínfulas de ser el nuevo Stieg Larsson se haga de oro inventándole hijos secretos a la Portillo. El personaje de Portillo puede ser lo único que le sobreviva, lo único perdurable de ella que quede en este mundo, y es suya, solo suya.


En cuanto al cómo, al final de Portillo, tiene que ser algo trágico, aunque no forzado. Debe ser algo sencillo pero a la vez complicado. Un final discreto, elegante, un adiós con clase, pero que, en todo caso, estará indefectiblemente ligado a la elección del asesino.


Sin embargo, Rosana siente que de alguna manera matar a Portillo sería traicionarla. Ser su creadora y quitarle la vida podría parecer una idea hasta cierto punto hermosa, pero no lo siente así. Llevan tantos años juntas que ha llegado a considerarla como una especie de amiga cuya presencia fuera imperceptible pero constante. Ha mantenido conversaciones imaginarias con ella, le ha pedido consejo, se han compadecido mutuamente y se han emborrachado juntas en más de una ocasión. No, no va a ser fácil acabar con Celia. “¿Y si hubiera otra manera”, piensa Rosana, “un final que a la vez fuera también un principio?”


Está sentada frente a la pantalla del ordenador, sumergida en esas cavilaciones, cuando suena el teléfono del escritorio, sobresaltándola. Son las dos y media de la madrugada. Suenan otros dos timbrazos antes de que Rosana se decida a responder. Levanta el auricular y escucha. Tan solo escucha, mientras su rostro va adquiriendo una palidez cadavérica. Cuando por fin cuelga permanece un buen rato sentada, pensando. Se levanta y va a su cuarto a ponerse su vestido preferido. Después se dirige a la despensa y elige un buen vino, coge dos copas de cristal y lo dispone todo sobre la mesa baja del salón. También enciende una vela. Esta noche espera una visita importante. Luego regresa a su mesa, abre un documento en blanco y comienza a escribir.

(...)


-Nos han pasado una cosa que huele rara –informó Ángel mientras irrumpía en el despacho de Portillo sin avisar, como siempre - Una señora que la ha palmado en un incendio. Lo raro es que hizo una llamada al 112 tres cuartos de hora antes de comenzar el fuego, pero colgó al par de segundos. Estaba enferma de cáncer, así que podría tratarse de un suicidio a bombo y platillo, pero de todos modos creo que deberíamos investigarlo. Rosana Alvarado, se llamaba.
-¿Como la escritora? –preguntó Portillo sin levantar la vista del informe que está leyendo.
-La escritora, de hecho. ¿Tú la conocías? Yo no había oído hablar de ella.
-De nombre, nada más -respondió Celia con indiferencia.
-Además hay otro detalle extraño –prosiguió Ángel, sentándose en el borde de la mesa -, al hacerle la autopsia le encontraron una colilla de Ducados en el interior de la garganta.
Portillo miró a su colega a través de las gafas de leer y afirmó muy seria:
-Quizá le apetecía sentarse a disfrutar del espectáculo, se puso a fumar en mitad del incendio y se atragantó, hay gente para todo.
-No sé. De todos modos yo alucino. La tía estaba a punto de palmarla de cáncer de pulmón y seguía apretándose sus Ducados. Así vas acabar tú, jefa, como sigas fumando esa misma mierda.
-No te preocupes, cielo, que sé cuidarme solita.
Y sonrió mientras le propinaba una calada al cigarrillo absolutamente desprovista de culpa.

lunes, 19 de octubre de 2009

Síndrome de Stendhal

La gente me mira cuando pasa por delante de mí, es inevitable. Ocurre desde que tengo conocimiento. Por la forma en la que se me quedan mirando, por los comentarios que realizan en voz baja, está claro que hay en mí algo que les complace. No sé exactamente qué es, pues nunca me ha sido dado verme. No sé si soy bonita o si soy fea, aunque creo que la fascinación que siente la gente por mí no tiene que ver con una cuestión de belleza física. Es otra cosa, pero no sé qué. Al parecer nadie lo sabe con certeza. Por lo que he podido entender tiene algo que ver con mi sonrisa. Al menos eso dicen algunos. Otros dicen que es cierta cosa en mi mirada, una especie de burla amable, como si estuviera en posesión de un misterio vedado a todos los demás, un enigma cuya solución fuera tan evidente que no me fuera posible ocultar un secreto regocijo. Y así es, en realidad. Porque sé tan poco de mí como la mayoría de ustedes, y todo cuanto sé de mí lo sé por otros, pero sé algo que ustedes no saben. Ustedes ignoran que yo puedo verles, y que escucho cuanto dicen de mí, y por eso hablan y me señalan sin pudor. Esa es mi gracia, y esa es también mi maldición. Por eso sé que me llaman la Gioconda, y también la Mona Lisa. Quiero creer que mi padre no era consciente de lo que hacía cuando me insufló un alma. Ahora vivo deseando que un día llegue alguien que, capaz de ver la verdad, me mire a los ojos y comprenda, y en un acto de amor infinito borre para siempre mi sonrisa perpetua.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Un desgraciado accidente


Juro que no la vi venir. No sé por dónde apareció, tuvo que ser por algún punto ciego, no logro explicármelo de otra manera. Sí, era de noche y la visibilidad era escasa, había mucho humo y el resplandor de las luces impedía ver con claridad. También, es cierto que había bebido un poco. Pero soy un hombre experimentado, y puedo asegurar que he manejado situaciones mucho peores que aquella. Tenía todo el campo de visión controlado: por delante, a ambos lados, por detrás… No sé cómo pudo suceder. Yo seguía mi rumbo tranquilo y constante, escuchando la música de fondo y fumando, pero centrado. No soy un tipo que se despiste fácilmente. Errores del pasado me enseñaron a evitar distracciones indeseables. Sin embargo, cuando me quise dar cuenta ya la tenía encima, no me dio tiempo de reaccionar. El impacto fue brutal. De lo que sucedió después, tan solo tengo algunos recuerdos fragmentados, y no consigo saber cuáles son reales y cuáles me inventé. Veo su rostro congelado en un haz de luz, mirándome con expresión de asombro, escucho las voces de mis amigos preguntándome si me encontraba bien, luego una confusión de sábanas blancas, unas manos explorándome y un ventilador en el techo. La única certeza que tengo es la de haberme despertado días después en esta cama con el corazón roto en mil pedazos. No quiero piedad ni comprensión, y mucho menos perdón. Asumo mi responsabilidad, y cargaré con ella lo que me quede de vida. Tan sólo quiero saber una cosa, ¿cómo está ella?

martes, 13 de octubre de 2009

Tú no lo harías


Tengo un sentimiento ambivalente hacia la publicidad televisiva. Por un lado me parece un mundo apasionante donde la creatividad campa a sus anchas. Hay anuncios que son auténticas obras de arte, prodigios de sensibilidad, innovación o sentido del humor, una gozada para la vista. Por otro lado, creo que tiene un componente intrínsecamente perverso. A menudo se trata de convencer a la gente de que compre productos que no necesita, de informarle de asuntos que no le interesan y de responder a cuestiones por las que no ha preguntado. Además lo hace de un modo invasivo. Casi nadie se tragaría voluntariamente diez minutos de anuncios a menos que asista a un certamen de publicidad, pero tenemos que comulgar con ello para ver programas de televisión que nos interesan. Y, cada vez con más frecuencia, el mensaje que nos transmiten no guarda relación alguna con aquello que se publicita. Ya no se trata de informarnos de las razones objetivas para comprar este coche en vez de este otro o de qué ingredientes hacen de la nueva versión de un perfume algo diferente a la anterior, sino de llamar nuestra atención y de que asociemos determinada marca a una imagen atractiva. No de convencernos con argumentos, sino de embaucarnos, en definitiva. Eso, cuando no tratan directamente de engañarnos. Por ejemplo cuando una cadena de comida rápida se precia del amor y el cuidado artesanal con el que una serie de trabajadores indolentes y desmotivados confeccionan sus clónicas y paupérrimas hamburguesas, cuando un banco alardea de pensar en nuestro beneficio por encima del suyo o cuando, en el colmo del cinismo, una compañía de telefonía móvil trata de vendernos un contrato leonino como un pasaporte hacia la libertad. “Porque lo importante eres tú”. Ya, y un huevo. ”Pensamos en tí”. Sí, en mis bolsillos, concretamente, y en cómo vaciarlos. O los de las Fuerzas Armadas, esos son muy buenos. Salen soldados saltando en paracaídas, aprendiendo a manejar maquinaria pesada, estudiando o entregando sacos de arroz a sonrientes turbas de africanos hambrientos. Uno espera ver aparecer de un momento a otro a un soldado llevando en sus brazos a un tembloroso cervatillo para salvarlo de las llamas. Pero, vamos a ver. QUE SOIS SOLDADOS, COÑO. En un ejército que se precie de serlo te enseñan a combatir, a matar eficientemente sin cuestionar las órdenes, y lo demás son polladas.


Pero los anuncios que más me joden, con diferencia, son aquellos que se dirigen al teleespectador como si los anunciantes le conocieran de toda la vida. “Porque sabemos lo que quieres”. “Porque tú lo vales”. “La oferta que estabas esperando”. “La casa de tus sueños”, etc.
Afortunadamente, hace muchos meses que la antena de mi casa dejó de funcionar, y no he dado un solo paso para arreglarla, por lo que, generalmente, estoy a salvo de las embestidas publicitarias. Sin embargo soy aficionado al cine y alquilo películas con bastante frecuencia en el videoclub. Pues bien, ahora aparece en casi todos los estrenos un anuncio contra la piratería que me toca especialmente los cojones. En él aparecen una serie de personas cometiendo diversos actos entre lo hijoputa y lo criminal. Por este orden: una tipa con traje ejecutivo fumando en el ascensor junto a una embarazada, con aire chulesco; un conductor que, no solo se salta un paso de cebra estando a punto de llevarse por delante un cochecito de bebé, sino que encima se permite, el muy cabrón, mandar a paseo con un gesto despectivo a los sobrecogidos padres; un tío rayando con una llave el coche de un desconocido; una pareja de adultos de estética burguesa procediendo a derribar contendores de basura a patadas; y, finalmente, a un atribulado inmigrante sudamericano cerrando una lona repleta de cedés piratas ante la presumible llegada de la Policía. Obviando la burda intención de equiparar la gravedad de unos hechos con la de los otros, cabe señalar, curiosamente, que tal como está rodado el anuncio da la impresión –al menos a mí -de que todos esos actos deben ser súper divertidos de realizar. Vamos, que te dan ganas de salir a la calle a romper espejos retrovisores y emprenderla a puntapiés con los cubos de basura. Pero lo realmente indignante viene después. “Tú no lo harías”, dicen. ¿Y vosotros qué carajo sabéis? ¿Acaso me conocéis? Si tuviera que vender cedés piratas en la calle para poder comer caliente esta noche, claro que lo haría. Pero es que, además, ¿vosotros cómo coño sabéis quién soy yo? ¿Quién os dice que no me dedico a atracar bancos a punta de pistola, o a torturar y violar ancianas en sus domicilios? ¿Que me conocéis, decís? Pues os vais a cagar, pedazo de imbéciles. Voy a salir a la calle a liarla parda, hombre. Voy a mear a través de las ranuras de los buzones de Correos, voy a tirarme pedos a mansalva, sonoros y malolientes, en la guagua y a culpar por ello al discapacitado que se siente a mi lado, voy a ir a mofarme del finado a la puerta de los velatorios, sólo por reírme un poco, no pasará monja a mi lado sin verme la picha, voy a robar lo que no está escrito, y, por supuesto, voy a descargarme cuanta música y cine ilegal me venga en gana, a saco. O sea, me voy a descargar la puta colección completa de Steven Seagal solo por joderos. Porque ya me habéis tocado los huevos, hostia. Que yo no lo haría, decís, como si me conocierais de algo… Pues mira por dónde, no, no lo había hecho nunca, pero me habéis dado unas cuantas buenas ideas. Gilipollas.