Esta fue la carta que leí en el funeral de mi abuelo, la cuelgo aquí como homenaje a él:
"Nunca llegué a conocerte como me hubiera gustado, aitona. Durante mi infancia eras para mí esa figura distante y mítica que presidía la mesa con autoridad silenciosa, esa presencia imponente de voz grave y de mirada impenetrable ante la que no cabían peros. Eras la máxima representación del misterioso mundo de los adultos, el dios padre de ese particular olimpo que componía nuestra familia, por lo que siempre te miraba con una mezcla de temor y respeto reverenciales. Tu mera presencia imponía la calma en el alboroto de nuestros juegos infantiles.
Luego, conforme los años iban pasando, durante el tránsito de la infancia a la adolescencia y de esta a la madurez, pude apreciar otros aspectos de ti. Desgraciadamente, al contrario que mis primos Mónica, Iñigo, Arantxa y Jaione, de cuyo día a día formaste casi siempre parte, ni mis hermanos ni yo tuvimos ocasión de pasar demasiado tiempo cerca de ti y de la amoña. La lejanía geográfica hizo que sólo pudiéramos veros de manera ocasional, en vacaciones, Navidades y con motivo de algunas celebraciones especiales. Supongo que la reserva natural típica de un chico a esa edad, tu carácter poco dado a las manifestaciones gratuítas de afecto y el bullicio habitual que se formaba cuando el clan de los Menchaca se reunía al completo, hicieron que tuviésemos pocas ocasiones de hablar a solas. Sin embargo recuerdo alguna de esas conversaciones en las que me contaste cosas de tu juventud y alguno de tus muchos viajes, que me permitieron vislumbrar de manera fugaz una vida mucho más plena y rica en experiencias de cuanto imaginaba. Comencé a apreciar las peculiaridades de tu carácter, a admirar la rectitud, la seriedad y la constancia que determinaban tus acciones. Empecé a alardear ante mis amigos de cómo a tu edad seguías subiéndote a la bicicleta con disciplina espartana, de cómo tu carácter inquieto y autoexigente hacían mis conocimientos en informática comparables a los de un niño de primaria comparados con los tuyos. En definitiva, empecé a darme cuenta del gran hombre que era mi abuelo, mi aitona. Empecé a darme cuenta de la pasta tan especial de la que estabas hecho. De Bilbao tenías que ser, claro.
Ahora que no estás físicamente entre nosotros espero que tu ejemplo me inspire como seguramente inspirará a todos cuantos te rodearon. Hiciste muchas cosas remarcables en tu vida, fuiste un paradigma de honestidad y de eficiencia, pero sin duda habrá personas aquí mucho más cualificadas que yo para dar cuenta de todos tus logros personales y profesionales. Sin embargo, creo que la gran obra de tu vida está aquí, que la tengo delante de mí. En estos dos últimos días han sido varios los momentos en que, sin pretenderlo, me he sorprendido a mí mismo tratando de observarlo todo desde fuera, a tu mujer, a tus hijos y a tus nietos. Y he visto, por supuesto, momentos de abatimiento, de tristeza y de nostalgia, pero han sido los menos. Sí, aunque pueda parecer sorprendente. Sobre todo he visto cariño, ternura y afecto. He visto, aun en estas desgraciadas circunstancias, muchos momentos de alegría, de risas y de bromas, y, sobre todo, una apabullante sensación de regocijo por estar todos juntos otra vez, por tenernos los unos a los otros. No he visto por parte de nadie la necesidad de fingir una pesadumbre artificial ni de escenificar la pena, no he visto ninguna impostura. Cuando hemos sentido ganas de llorar hemos llorado, y cuando hemos querido reír hemos reído. La pena de verte partir ha sido muy grande, pero aún mayor ha sido el orgullo de haberte tenido entre nosotros.
Esta es la gran obra de tu vida, Tomás, tu familia y todos cuantos estamos aquí para despedirte. Tú has sido la piedra a partir de la cual se ha ido cimentando esta familia, y la amoña es la argamasa que la ha mantenido unida. Y este edificio que entre los dos habeís construído es tan fuerte y tan sólido que no creo que nada vaya a derribarlo nunca.
Seguirás con nosotros por siempre. Físicamente en tus hijos, en tus nietos y en tus bisnietos, y en nuestros hijos y en los hijos de nuestros hijos. En todo cuanto de bueno hagamos en nuestras vidas estarás tú, todo cuanto fuiste y cuanto nos transmitiste. Y en espíritu, cada vez que volvamos a reunirnos todos juntos también estarás, como un manto protector que nos envuelva, nos abrigue y nos proteja.
Tuve la suerte de poder verte hace poco por última vez. Tu cuerpo y tu aspecto ya no eran los mismos, pero tu mirada conservaba la misma fuerza de siempre. No pude decirte todo lo que me hubiera gustado y que trato de decirte en estas pocas líneas, pero sé que te alegraste de poder ver a tus bisnietos por última vez.
Te vas como viviste, del mejor modo posible, con una dignidad y un tesón ejemplares. Tu vida ha sido un regalo para todos nosotros. Si hay alguien en este mundo que pueda descansar tranquilo, ese eres tú. Gracias por todo, aitona. Te quiero."
"Nunca llegué a conocerte como me hubiera gustado, aitona. Durante mi infancia eras para mí esa figura distante y mítica que presidía la mesa con autoridad silenciosa, esa presencia imponente de voz grave y de mirada impenetrable ante la que no cabían peros. Eras la máxima representación del misterioso mundo de los adultos, el dios padre de ese particular olimpo que componía nuestra familia, por lo que siempre te miraba con una mezcla de temor y respeto reverenciales. Tu mera presencia imponía la calma en el alboroto de nuestros juegos infantiles.
Luego, conforme los años iban pasando, durante el tránsito de la infancia a la adolescencia y de esta a la madurez, pude apreciar otros aspectos de ti. Desgraciadamente, al contrario que mis primos Mónica, Iñigo, Arantxa y Jaione, de cuyo día a día formaste casi siempre parte, ni mis hermanos ni yo tuvimos ocasión de pasar demasiado tiempo cerca de ti y de la amoña. La lejanía geográfica hizo que sólo pudiéramos veros de manera ocasional, en vacaciones, Navidades y con motivo de algunas celebraciones especiales. Supongo que la reserva natural típica de un chico a esa edad, tu carácter poco dado a las manifestaciones gratuítas de afecto y el bullicio habitual que se formaba cuando el clan de los Menchaca se reunía al completo, hicieron que tuviésemos pocas ocasiones de hablar a solas. Sin embargo recuerdo alguna de esas conversaciones en las que me contaste cosas de tu juventud y alguno de tus muchos viajes, que me permitieron vislumbrar de manera fugaz una vida mucho más plena y rica en experiencias de cuanto imaginaba. Comencé a apreciar las peculiaridades de tu carácter, a admirar la rectitud, la seriedad y la constancia que determinaban tus acciones. Empecé a alardear ante mis amigos de cómo a tu edad seguías subiéndote a la bicicleta con disciplina espartana, de cómo tu carácter inquieto y autoexigente hacían mis conocimientos en informática comparables a los de un niño de primaria comparados con los tuyos. En definitiva, empecé a darme cuenta del gran hombre que era mi abuelo, mi aitona. Empecé a darme cuenta de la pasta tan especial de la que estabas hecho. De Bilbao tenías que ser, claro.
Ahora que no estás físicamente entre nosotros espero que tu ejemplo me inspire como seguramente inspirará a todos cuantos te rodearon. Hiciste muchas cosas remarcables en tu vida, fuiste un paradigma de honestidad y de eficiencia, pero sin duda habrá personas aquí mucho más cualificadas que yo para dar cuenta de todos tus logros personales y profesionales. Sin embargo, creo que la gran obra de tu vida está aquí, que la tengo delante de mí. En estos dos últimos días han sido varios los momentos en que, sin pretenderlo, me he sorprendido a mí mismo tratando de observarlo todo desde fuera, a tu mujer, a tus hijos y a tus nietos. Y he visto, por supuesto, momentos de abatimiento, de tristeza y de nostalgia, pero han sido los menos. Sí, aunque pueda parecer sorprendente. Sobre todo he visto cariño, ternura y afecto. He visto, aun en estas desgraciadas circunstancias, muchos momentos de alegría, de risas y de bromas, y, sobre todo, una apabullante sensación de regocijo por estar todos juntos otra vez, por tenernos los unos a los otros. No he visto por parte de nadie la necesidad de fingir una pesadumbre artificial ni de escenificar la pena, no he visto ninguna impostura. Cuando hemos sentido ganas de llorar hemos llorado, y cuando hemos querido reír hemos reído. La pena de verte partir ha sido muy grande, pero aún mayor ha sido el orgullo de haberte tenido entre nosotros.
Esta es la gran obra de tu vida, Tomás, tu familia y todos cuantos estamos aquí para despedirte. Tú has sido la piedra a partir de la cual se ha ido cimentando esta familia, y la amoña es la argamasa que la ha mantenido unida. Y este edificio que entre los dos habeís construído es tan fuerte y tan sólido que no creo que nada vaya a derribarlo nunca.
Seguirás con nosotros por siempre. Físicamente en tus hijos, en tus nietos y en tus bisnietos, y en nuestros hijos y en los hijos de nuestros hijos. En todo cuanto de bueno hagamos en nuestras vidas estarás tú, todo cuanto fuiste y cuanto nos transmitiste. Y en espíritu, cada vez que volvamos a reunirnos todos juntos también estarás, como un manto protector que nos envuelva, nos abrigue y nos proteja.
Tuve la suerte de poder verte hace poco por última vez. Tu cuerpo y tu aspecto ya no eran los mismos, pero tu mirada conservaba la misma fuerza de siempre. No pude decirte todo lo que me hubiera gustado y que trato de decirte en estas pocas líneas, pero sé que te alegraste de poder ver a tus bisnietos por última vez.
Te vas como viviste, del mejor modo posible, con una dignidad y un tesón ejemplares. Tu vida ha sido un regalo para todos nosotros. Si hay alguien en este mundo que pueda descansar tranquilo, ese eres tú. Gracias por todo, aitona. Te quiero."
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