sábado, 7 de febrero de 2009

Narrativa (I): Azul cobalto

Una vida consagrada en su mayor parte a la consecución del éxito profesional por fin había dado sus frutos. Tras tantos años de duros esfuerzos, de incontables sacrificios materiales y privaciones sentimentales, veía como sus ambiciones eran justamente satisfechas. Había renunciado a tantas, tantas cosas para llegar hasta ahí... Sus pasiones y anhelos de la adolescencia, la posibilidad de ser madre y de formar una familia, un sinnúmero de placeres por gozar y de experiencias por vivir, todo eso había quedado atrás, pero había merecido la pena. Le había costado mucho llegar hasta ahí, pero al fin estaba en la cúspide. Desde la amplia cristalera de su nuevo despacho podía alcanzar a ver la ciudad en toda su extensión. Se sentía en la cima del mundo. A lo lejos, más allá de los límites de la ciudad, bajo un cielo de color azul cobalto, podía vislumbrar las montañas perdiéndose en una hilera difusa hacia el horizonte. Se sentó tras su escritorio de caoba y decidió tomarse unos instantes de respiro para disfrutar del momento. Sí, lo había conseguido, y había merecido la pena, sin duda. Se recostó en la silla, cerró los ojos e hizo un rápido y desapasionado recorrido de su vida hasta este momento. De vez en cuando, en momentos como ese, le gustaba fantasear con cómo hubiera podido discurrir su vida en otras circunstancias. Lentamente comenzó a imaginarse a sí misma viviendo en lo alto de aquellas montañas. Visualizó una granja rodeada de verdes praderas y de bosques frondosos, y en ella, solitario y silente, un tosco caserón de madera y piedra. Poco a poco, sin darse cuenta, comenzó a soñar. En su sueño vivía junto a su esposo, el granjero -un hombre recio, de rostro curtido, brazos fuertes y gesto adusto, severo y seco de puertas afuera pero protector y afectuoso en la intimidad del hogar- y tenían varios hijos de mejillas rosadas y cabellos tostados por el sol y la intemperie. La vida era dura en la granja. Largas jornadas de trabajo de sol a sol, privaciones constantes, sequías, aguaceros, tempestades, nevadas, plagas, enfermedades del ganado, cosechas truncadas, convertían cada nuevo día en una lucha contra los elementos, contra la fuerza arrolladora y salvaje de una Naturaleza cuyo espíritu era necesario domeñar a base de sudor y padecimientos. Era aquella una vida de abnegación y sacrificio, de renuncia al desarrollo individual, a la independencia y a la libertad propias. Se debía a su familia de manera eterna e irrevocable. Sin embargo, la alegría de ver crecer a sus hijos sanos y fuertes, la paz de dormir el sueño justamente ganado con trabajo y el orgullo de haber entregado su vida a un hombre bueno y noble, compensaban con creces tales sacrificios. Aquella pequeña granja rodeada de abetos, los prados colindantes que el otoño bañaba de cobre, el vasto cielo que se abría sobre ella como un abismo azul, el arrullo del viento al silbar por entre los escarpados riscos allá en lo alto, todo aquello era era su reino, un reino del que era a la vez reina y súbdita, el lugar al que pertenecía. Al atardecer, zurciendo la ropa gastada a la entrada del porche mientras sus hijos jugaban en el prado, con su hombre fumando parsimoniosamente su pipa junto a ella, envuelta por el solemne silencio del valle, pensaba, complacida, en la hermosa simpleza de su vida. Era una vida dura, sí, pero merecía la pena. Sin embargo, en momentos así, a veces, le daba por pensar en cómo hubiera sido su vida en otras circunstancias. Por ejemplo en la ciudad que, en los días claros, podía ver allí a lo lejos, más allá de los límites del bosque. Se imaginaba a sí misma como una mujer de negocios, libre, sofisticada e independiente. En su ensoñación veía un reluciente edificio de acero y cristal, y en lo alto de él, un enorme despacho con un largo escritorio de caoba y una amplia cristalera...

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