sábado, 7 de febrero de 2009

Narrativa (III): El rayo que cae del cielo

Seguro que recuerdas como empezó todo. No hubo trompetas del Día del Juicio Final, ni plagas bíblicas, ni legiones de ángeles bajando del Cielo.
Comenzó de la forma más terrible, sin darnos cuenta. Sibilina y traicioneramente. De manera absurda, inexplicable, ilógica, incongruente. Es algo que aún ahora, a día de hoy, nuestra inteligencia se resiste a aceptar. Sabrás que fue durante una aparición pública de George Bush, en Jacksonville, Waco, o algún baluarte cristiano fundamentalista de ésos; no recuerdo bien y además el detalle no tiene demasiada importancia. Hablaba sobre la guerra de Irak, con su habitual tono entre cómico y chulesco. El Congreso de los Estados Unidos había dictado una resolución a favor de la retirada de las tropas de ocupación norteamericanas en aquel país, pero Bush respondía que, por el contrario, había que dedicar más recursos y enviar más soldados, que el conflicto estaba entrando en una fase crucial, la fase de la victoria definitiva sobre los insurgentes, y que sería un acto bárbaro e irresponsable abandonar el país en tales circunstancias, más aún cuando la luz de la esperanza en un futuro próspero y democrático para Irak se vislumbraba ya en el horizonte, y que no era sólo la liberación del país lo que estaba en juego, sino que todo formaba parte de una lucha global contra el Terror y la Anarquía, y que los Estados Unidos de América no iban (a diferencia de otras potencias por todos conocidas, tan autocomplacientes y pagadas de sí mismas que no mostraban el coraje y la altura de miras que se les debería exigir, y que parecían haber olvidado los tiempos en que ellas mismas estaban sumidas en la oscuridad de la tiranía), no iban, repetía, a desentenderse de su obligación moral para con los países más desfavorecidos, ni de los deberes derivados de su posición de liderazgo en el mundo, posición que los Estados Unidos de América asumían, dijo, con orgullo y con determinación. Fue entonces, cuando el fragor de los aplausos era más estruendoso, en la apoteosis del mítin, cuando, elevando sus ojillos felinos hacia un imaginario cielo sobre el pabellón de deportes, dijo: "Dios salve a los Estados Unidos de América" y desapareció.
Desapareció, sí. Literalmente. Ante la mirada de millones de televidentes en todo el mundo... desapareció. No se oyó un "plin", ni un "ploc", ni un "chas", no hubo un destello de luz ni dejó un montoncito de cenizas en el suelo para los investigadores, ni una frágil voluta de humo serpenteando a la luz de los focos, ni por supuesto un delator rastro de azufre, nada. Simplemente ya no estaba ahí. Donde antes había un despreciable hombrecillo en traje y corbata, ahora sólo había aire.
Durante un mágico instante, eléctrico y sobrecogedor, nadie supo reaccionar. La mayoría de la gente en el pabellón no se había dado cuenta de nada y seguía a lo suyo, agitando banderitas y cantando con lágrimas en los ojos y la mano en el corazón, y los que, por deber profesional, abnegada reverencia o simple casualidad, habían estado observando al presidente en el momento de su desaparición, tardaron varios segundos en asimilar intelectualmente el prodigio del que sus ojos acababan de ser testigos. Primero con cierta sorpresa, con una difusa incredulidad, las personas más próximas a la tribuna comenzaron a buscarse con la mirada, con la esperanza de hallar en los demás rostros la explicación a tan peculiar fenómeno. Algunos incluso sonreían, anticipando el desenlace de la broma. Pero nada nuevo acontecía, el presidente no reaparecía y el lugar donde había desaparecido permanecía aterradoramente vacío, como si el hueco dejado por su ausencia hubiese formado un ente corpóreo que todos pudiesen ver, como un volumen transparente.
La sonrisa se congelaba en los rostros de la vicepresidenta y de los asesores presidenciales, y los aplausos de la gente se hacían arduos y pegajosos a medida que empezaban a comprender. Entonces alguien dijo que las cámaras seguían grabando, que estaban en directo, y otro alguien dijo que había que hacer algo, y otro alguien dijo que sacasen de allí a la vicepresidenta sacando leches, pero no así, discretamente, joder, y entonces la tribuna se llenó de hombres de negro y alguien comenzó a gritar ahí al fondo, y luego se escucharon más gritos y la gente empezó a levantarse atropelladamente de sus asientos, y entonces la tele dejó de emitir.
Todos en el planeta desayunamos con la noticia. Las portadas de los diarios competían entre sí con negros e hirientes titulares, en la televisión las diferentes cadenas percutían con incesantes avances informativos, y la gente en la calle y en sus casas comentaba el suceso con moderada preocupación, con escepticismo o con atolondrada alegría, y no tardaron en aparecer los primeros chistes fáciles sobre el asunto, identificando el paradero de Bush con el de las famosas armas de destrucción masiva de Sadam Hussein. Pero todos, sin excepción alguna, confiaban en una pronta, racional, y probablemente sencilla explicación a ese suceso, y con ese convencimiento cada uno siguió con su vida.
Pero no hubo una explicación al día siguiente, ni al siguiente. Mientras la Casa Blanca mantenía un severo y preocupante mutismo, por todas partes, en la prensa, en los foros políticos, en debates televisivos, en las charlas de bar, en los taxis, germinaban distintas teorías respecto al incidente, pero la opinión mayoritariamente extendida en mi país sostenía que todo ese circo no era sino un nauseabundo montaje, una desconcertante maniobra de propaganda urdida por los propios americanos ante el raquítico índice de popularidad de Bush en los últimos tiempos, o para justificar cualquier otra irreflexiva campaña de conquista en nosedónde.
Pero al fin, al tercer día, hubo novedades. Vaya si las hubo.
"Interrumpimos nuestra programación para ofrecerles una alerta informativa. Conectamos en directo con la Casa Blanca. La vicepresidenta de los Estados Unidos, Condoleeza Rice, quiere mandar un mensaje a la nación (a la suya, obviamente)", etc…
Salió la tipa con traje rojo de falda y chaqueta y con un gesto más adusto de lo habitual , lo que ya era decir, en su oscuro rostro. Portaba un grueso dossier que no abriría a lo largo de toda su declaración. Comenzó diciendo que quería transmitir un mensaje de tranquilidad al país y a las demás naciones, que comprendía que la ausencia de declaraciones oficiales desde la Casa Blanca en los últimos días hubiese contribuido a la intranquilidad de los medios de comunicación, pero que tal ausencia se debía a una necesidad por parte del Gobierno de los Estados Unidos de estudiar con calma y a fondo la situación, a fin de ofrecer ante ella la respuesta segura y firme que el pueblo norteamericano demandaba, y que ahora comparecía por que el Gobierno creía que era el momento de compartir con el resto del mundo esa respuesta.
Siguió diciendo que al amparo de los numerosos, infalibles e irrefutables datos proporcionados por los servicios de inteligencia, el Gobierno de Estados Unidos tenía el convencimiento absoluto de que Venezuela andaba detrás de todo esto. Todo parecía indicar que el Gobierno dictatorial y tiránico presidido por Hugo Chávez, declarado enemigo de Estados Unidos y de la Libertad, con la indudable colaboración de otros regímenes malignos, había tramado y ejecutado este burdo pero inesperado atentado contra la integridad del presidente, al que con seguridad mantenían cautivo en un lugar que, por supuesto, si la CIA conociese, no cometería la imprudencia de desvelar. Y que, por tanto, dando como iniciadas las hostilidades por parte de la República Bolivariana de Venezuela, los Estados Unidos de América declaraban la guerra a ese país y a sus colaboradores en tan insensata provocación. La Flota del Atlántico ya había recibido la orden de tomar posiciones alrededor de Venezuela y de Cuba en vistas a una entrada en acción inminente. "No, no hay preguntas. Los enemigos de América subestiman nuestro coraje y nuestro orgullo, y pagarán por ello. América prevalecerá. Dios salve a América".
Y, dicho esto, desapareció.
Ahí sí se armó un buen pollo. ¿Otra vez? Esto sí que era el colmo. Comenzó un período de confusa algarabía que en adelante ya nunca cesó. Todo el mundo se preguntaba, todo el mundo tenía una opinión. A veces costaba abstraerse y pensar en otras cosas, aunque, en general, la gente tenía otras preocupaciones más mundanas e inmediatas y la vida en mi ciudad seguía igual. Pero lo siguiente ya sí que fue la caña. TODA la puñetera Flota del Pacífico de la Armada estadounidense desapareció de repente, por completo, sin dejar más rastro que colillas de cigarro y bolsas de patatas y ríos de mierda. Pudimos verlo por Internet, en grabaciones clandestinas.
El sentir del mundo se polarizó entonces. Desde la preocupación, el desconcierto y la congoja en los llamados países avanzados del Primer Mundo, especialmente en unos Estados Unidos en estado de shock, hasta un inmoderado júbilo en numerosas regiones del mundo, y una particular y sedienta alegría en el mundo musulmán. Imanes en todos los confines de la tierra proclamaban con ira triunfante que Alá, el único y verdadero dios, había decidido revelarse una vez más al mundo, pero que esta vez no lo hacía mediante La Palabra, sino mediante el Acto, y que era su voluntad mostrar a los fieles, pero quizá incluso más a los infieles, mediante una señal infinitesimal de su poder, el fin que reservaba a los impíos y los idólatras.
En mi país se respiraba una inaprensible pero espesa neblina de inquietud. Hasta donde alcanza mi saber, el mío ha sido siempre un pueblo dado al olvido y a la distracción, y todos procurábamos seguir adelante como si nada, pero el runrún era constante. Ya se hablaba abiertamente de extraterrestres. A partir de ahí, resultó complicado elegir en qué creer. Comenzó un espantoso goteo de noticias inconcebibles. Se hablaba de escuadrones enteros del Ejército Israelí y de comandos de Hizbullá desaparecidos en pleno combate; de nutridas facciones de guerrilla en África Central succionadas por la selva; de las FARC colombianas asoladas; tropas rusas desvanecidas en el Caúcaso…
No creas que fue rápidamente, no creas que fue un visto y no visto. Bueno, quizá ya lo sabes, probablemente lo sabes. (Si estás aquí, leyendo mi testamento, es por que también estuviste ahí, y viviste cuanto narro. ¿No? Qué más da. En realidad, no creo que existas, no creo que nadie vaya a leer esto, pero, en fin, cuando uno se encuentra en la situación en que yo me encuentro, la esperanza es un don que no se debe menospreciar, puede ser lo único que nos quede…) Sigo.
Cada día llegaban noticias nuevas, hoy eran los muyahidínes afghanos y las bandas de Ciudad Juárez, en México, mañana eran los Tigres Tamiles o comandos de ETA… Irak, por supuesto, devastada desde un principio, Tahití, Ruanda… ocurría en todas partes.
Poco a poco todos los grupos armados en situación de combate sobre la tierra iban desapareciendo. Sí, era alucinante.
A medida que el fenómeno, o los fenómenos, parecían mostrar una cierta coherencia en su desarrollo, empezó a germinar entre la gente, mucha gente en todos los lugares del mundo, un sentimiento de contenida e inconfesable euforia, o abierta euforia en el caso de algunos pocos dementes entre los que yo me encontraba: La violencia y la guerra desaparecían del mundo. Fuese lo que fuese lo que hubiese detrás de aquel fenómeno, fuera un Dios, fueran varios, o fuese una civilización alienígena hastiada de nuestros desvaríos, era bueno. Y eso era lo que importaba, para mí al menos. Recuerdo que por aquella época (¿hace tanto, ya? No, no hace tanto, fue ayer mismo) a mí me gustaba pensar, fíjate qué gilipollas, que todo era obra de una especie de ONG Interestelar, como un Greenpeace del espacio desconocido intentando evitar la estúpida y autoinferida extinción de una rareza, de una especie de simpáticos primates, los humanos, que sólo se puede encontrar, para interés de naturalistas, en un remoto planeta azul perdido por los confines del universo, y que llaman Tierra.
En fin.
El Papa de Roma, Benedicto XVI, calificó los hechos como milagros divinos (claro, no le quedaba otra); los clérigos musulmanes (notablemente más recatados ahora) decían que Alá quería la paz entre todos los nacidos independientemente de su origen y credo; los ufólogos, los agnósticos, los frikis y los más dados a la imaginación nos decantábamos por el origen extraterrestre del asunto, pero la verdad es que nadie tenía la menor certeza de nada. En mi país se popularizaron varios nombres para definir el fenómeno, como "el Rayo Invisible", "El Dedo de Dios", o "El rayo de Dios", para los indecisos. En Estados Unidos creo que se llamaba "God´s wrath", o algo así, la ira de Dios. Los franceses, tan poéticos ellos y tan puestos a subrayar lo sofisticado de su percepción, lo llamaron "El Vacío"… Y así, en todo el mundo.
Pero pronto pudimos comprobar que lo visto hasta entonces no era más que el principio.
Algunos de los más conocidos líderes mundiales comenzaron a desaparecer, no ya en público, sino en privado, en reuniones, en cónclaves, en mitad de una conversación telefónica… Desapareció Putin, desapareció Chávez (Castro no, tuvo la última astucia de palmarla antes), desapareció Ehud Barak, desapareció Jatami, se supone que desapareció Kim il Jung II, aunque los coreanos siempre lo negaron, Bin Laden no apareció nunca, etc… El mundo se libraba de un pesado lastre. Todos los grandes líderes de países o colectivos con responsabilidad en conflictos armados, tarde o temprano, desaparecían. El nuevo presidente que nombraron en Estados Unidos duró ocho horas en el cargo, fue muy curioso. Recuerdo varios, uno detrás de otro. Hubo hasta un presidente negro, pero desapareció rápido.
Como es lógico, se produjo un enorme vacío de poder en numerosas naciones del globo, pero esa situación de inestabilidad y de debilidad, que en otras circunstancias hubiera dado lugar a una intensa depredación por parte de otras naciones interesadas, como lobos disputándose a un alce moribundo, se tradujo en una inaudita y respetuosa solidaridad de unos países con otros. El mundo estaba paralizado. Las dimisiones se sucedían en tropel, y pocos temerarios se ofrecían a cubrir los puestos vacantes. Tiranos, asesinos, torturadores, ladrones, mentirosos, corrían a esconderse en viejas mansiones, en búnkeres, en estaciones orbitales, en alcantarillas, con la fútil esperanza de escapar al extermino, y aquellos líderes mundiales cuya conciencia no les empujaba a la huída procuraban obrar con la mayor de las cautelas, ordenando el cese inmediato de cualquier acción militar o policial que pudiera implicar tipo alguno de violencia. Aunque al cabo de poco tiempo dejó de ser necesaria cualquier fuerza coercitiva para preservar la paz. Se empezó a saber de gente, en mi ciudad, en mi barrio, en todos los barrios, que desaparecía en el trance de realizar alguna acción violenta, de abofetear a su esposa, de atracar un banco, de una pelea a la puerta de la discoteca, etc…
Huelga decir, a estas alturas, que los científicos de todo el mundo se mostraron en todo momento incapaces de ofrecer algún tipo de explicación al fenómeno. Físicos, astrónomos, matemáticos, químicos, médicos, se enfrentaban a una casi absoluta falta de datos que manejar. Nada, ni un rastro físico, ni un leve cambio de presión atmosférica en la escena de la desaparición, ni variación lumínica ni energética de ninguna clase, excepto un ligero cambio de temperatura ambiental por la desaparición de una fuente orgánica de calor. Se sabe que científicos estadounidenses, y probablemente muchos más en otros países, trataron de reproducir el fenómeno de manera artificial, en el laboratorio, induciendo u obligando a herirse a reos condenados a la pena de muerte, resultando de todo ello la desaparición tanto de los agresores como de los inductores. Ni siquiera los datos estadísticos, ya de por sí dudosos considerando el estado en que estaban las cosas, parecían reflejar ningún tipo de orden o patrón reconocible. Algunos días desaparecían más personas y otros menos, aunque la tendencia general era al alza, y no parecía haber excepciones en cuanto a sexo, raza o estrato social. Ni los siquiera los desgraciados niños que en el mundo fueron enseñados a hacer la guerra se salvaron. Así estaban las cosas. Las puertas de todas las cárceles se abrieron o se cerraron para siempre. Los presos no tenían más que dejarse guiar por la luz del sol en los vacíos corredores hasta la salida, y en el resto de su vida, de todos modos nadie iba a intentar retenerles.
Fue raro, entonces. Hubo un período de relativa calma en la calle, algunas semanas, quizá meses, en las que sólo teníamos noticia de desapariciones muy esporádicas, locos, idiotas y suicidas que determinaban poner fin a su existencia desafiando al nuevo orden natural. La mayoría de la gente se fingía entusiasmada, pero íntimamente nos invadía un sentimiento de congoja y de inquietud, no tanto ante el temor de vernos sorprendidos en algún acto irreflexivo y violento como por la sensación de sentirnos observados, y juzgados, por una entidad superior, omnipresente, omnisciente, ante cuya mirada no era imposible hallar refugio. El delirio religioso se extendía por doquier como un fuego de ritos, de rezos, de lloros, de gritos y bailes. Enfervorizadas multitudes colapsaban las principales plazas y avenidas a horas concretas, cada día, para celebrar colosales ceremonias públicas de alabanza y constricción a los infinitos dioses, o masivos actos de conversión, mientras en otras muchas partes del planeta se llevaban a cabo los más imaginativos intentos de comunicarse con presuntas civilizaciones extraterrestres. Señales lumínicas, ondas de radio, señales de humo (brutales incendios, de hecho), pegatinas que decían "gracias, E.T.", o "llevadme con vosotros", etc… Claro, con todo lo que estaba pasando nadie tenía ganas de currar, ni de nada, pero había que seguir adelante con la vida, qué íbamos a hacer. Las cosas, aunque de un modo temeroso, más o menos funcionaban como siempre. Eso sí, la gente se comportaba de un modo servicial y reservado, y procuraba evitar cualquier tipo de conflicto o de discusión innecesaria, y la mayoría de las necesarias se llevaban a cabo en un tono más bien moderado, incluso entre susurros, mirando el cielo de reojo. No se rodaban pelis violentas porque los actores no se atrevían a portar armas ni a simular agresiones; los cazadores no cazaban, por si acaso, y a ver quien tenía huevos para obligar al león del zoo a meterse en su jaula simplemente dialogando; dejaron de practicarse el boxeo, casi todas las artes marciales y los deportes más duros. Recuerdo haber visto algún partido de fútbol por aquel entonces, y era como ver un espectáculo de ballet, los jugadores ni se rozaban, era la risa. Qué tiempos aquellos.
Lo siento, me estoy poniendo cínico. Estoy cansado y asustado, perdóname. Sigo.
Sorprendente es la capacidad del ser humano de adaptarse a las circunstancias, eso es algo sabido. Hemos subido los picos más altos, medido y explorado las simas más profundas. Hemos sobrevivido a guerras, pandemias, catástrofes naturales, glaciaciones. Hemos conquistado los mares y los cielos, los desiertos y los hielos, nada nos ha abatido, hemos superado cualquier obstáculo. Esto no iba a acabar con nosotros.
Así, aprendimos rápidamente a aceptar esta nueva ley natural. No matarás, no herirás, no ayudarás a otros a hacerlo. No era tan difícil. Los vacíos centros de poder político fueron de nuevo tomados. Muchas cosas hubieron de cambiar, por supuesto. Las relaciones entre los distintos países y colectivos hostiles debían ser reestudiadas, pues la amenaza de la fuerza ya no podía ser planteada en términos de negociación. El precario equilibrio que durante el último siglo había conseguido mantener la economía mundial se veía drásticamente sacudido. Las bolsas, en los países más ricos, se desplomaban, día tras día, batiéndo todos los récords de mínimos históricos, mientras en los países más pobres se producía, a pesar del caos, una paulatina y forzosa distribución de los recursos productivos en la población. El concepto de deuda externa carecía de sentido, las empresas multinacionales se fagocitaban unas a otras, inmensos sectores de la población se vieron abocados a la falta de trabajo, fueron tiempos duros.
Es imposible dar fe aquí de todo cuanto sucedió en ese tiempo. Qué decir, ¿que un paquete de tabaco costaba 600 euros, o que la cocaína era más barata que el café?, ¿que la gente recurría al reciclaje, al trueque y la inventiva con ansiosa sed de vida? Todo cambiaba, cada día era un despertar de nuevos temores y nuevas incertidumbres. La gente se aferraba desesperada a todo cuanto creía suyo, su familia, su trabajo, sus bienes… Migraciones masivas, la imposibilidad física de detener esos flujos nuevos de gente desocupada, desesperada y hambrienta. El mundo se descomponía y se recolocaba como un gran puzzle. Nuevas leyes comenzaban a regir el comercio mundial, los países productores de petróleo fustigaban con su oleoso látigo negro a las antaño potencias mundiales.
Y entonces comenzó de nuevo.
Empezó a desaparecer gente de nuevo. Políticos, en acto de flagrante mentira. Ladrones, timadores, abusadores, pederastas, manipuladores, contaminadores, pirómanos, conductores temerarios, desaparecían. Todo acto de notable crueldad o malicia era detectado y sentenciado al instante de ser cometido. Desaparecieron estrellas de cine y músicos famosos, personalidades notables en cualquier ámbito que quieras imaginar, coño, desapareció el Papa (qué habría hecho, me preguntaré siempre), conocidos míos y también tuyos…
Mucha gente, querida por otra mucha gente. Nadie podía ya ignorar el horror. Éramos como hormigas al sol observadas a través de una lente inabarcable, fulminadas por un rayo indetectable, de un modo selectivo y despiadado, mecánico, pero consecuente de un modo difuso y oscuro. Era inadmisible, era intolerable. Era inasumible. Tímidamente, poco a poco, comenzaron a alzarse voces de protesta. Con temor, y con cierto asombro, observábamos que la queja, que la blasfemia e incluso el abierto insulto a la causa o al responsable del fenómeno, no eran castigados. Podías cagarte en Dios, maldecir a Buda, mofarte de los extraterrestres, pasear desnudo, comerte tus propias heces, fornicar hasta hacerte sangre, nada de eso importaba. Pero mortificar a alguien, desatenderle o perjudicarle en un grado extremo, equivalían a súbito cese. Maridos, mujeres adúlteras, desaparecían, aunque no siempre. La frontera entre el bien y el mal no estaba clara, a veces creíamos vislumbrarla, pero tantas otras veces nos sorprendía de nuevo. Pienso, ahora, que, hasta cierto punto, quizá la respuesta esté dentro de la mente de cada uno. ¿Qué es el Mal?¿Es malo, esto que nos está ocurriendo? ¿Es malo quien lo provoca? ¿Es por que hemos sido malos? ¿En qué sentido? ¿Es justo este castigo? ¿Es un castigo? No lo sé, sólo sé que últimamente me agarro a la estúpida e infantil esperanza de que todo esto haya sido solo un mal sueño, una advertencia, de que esto parará, y abriré los ojos un día, y todo volverá a ser como antes, el café por la mañana, el periódico, ir a trabajar, querer a alguien, tirarte en el sofá a ver la tele, salir a cenar a un restaurante exótico, estar de puta madre, estar fatal, celebrar cumpleaños, bodas, funerales, ir al médico, viajes, despedidas, cambios, problemas, benditos problemas tontos o grandes o absurdos o inventados o peludos o feos, benditos problemas…

Vamos quedando cada vez menos. Se nota por todas partes, el peso del recuerdo de los ausentes comprime el aire hasta hacerlo irrespirable. La desidia nos come terreno. Mucha gente lo abandona todo y se deja ir. Yo no, yo resistiré.
Hay un movimiento a nivel mundial, se ha prendido una llama. Muchos hombres importantes, y luego otros muchos, y luego muchos más, compartimos una idea común. La humanidad no quiere esto. Hemos avanzado mucho, hemos trascendido todos los límites de inteligencia, de conocimiento, y de capacidad de adaptación de que se haya tenido noticia en nuestro, lo admitimos, pequeño y remoto sistema solar, y no vamos a consentir este sistemático exterminio, esta agónica extinción, con nuestra pasividad. Había que hacer algo, eso estaba claro. Y no se sabe de dónde ni de quién ha partido la idea, ciertamente no del último Comité Mundial de sabios reunido en Jerusalén hace pocas semanas, pero se ha extendido como un virus de rebelión por Internet (sí, sobrevivió), por medio de emisoras de radio, de folletos, de cadenas de televisión vecinales, en avionetas, a través de palomas mensajeras, de tam- tam, de pregoneros, de músicos e intelectuales…
Mañana, 14 de Julio, el simbólico día del asalto a la prisión de La Bastilla en Francia, nos alzaremos, nos haremos oír. No hay nada que perder por que esto no es, esto no puede ser la vida. Este vivir sojuzgado es equivalente a una esclavitud, verdadera y real, inmediata y atroz, y el ser humano no puede ser esclavo, ya no. Hemos aprendido la lección. Demasiadas veces nos hemos exterminado y tiranizado entre nosotros como para no haber aprendido. Pero ya es suficiente, ya basta.
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Hoy, 13 de Julio, todos estamos preparados, o intentamos creer que lo estamos, para lo que va a ocurrir. Para lo que quiera que vaya a ocurrir. No todos están de acuerdo, a muchos les horroriza la idea, pero incluso éstos saben que va a suceder, que es imparable, y que todo va a cambiar, drásticamente, en un solo instante, y a muchos de ellos les alcanzará, quieran o no. A mí, personalmente, me parece una atrocidad, pero entiendo el punto de vista de los que sostienen que esto, si no lo hacemos todos, no tiene sentido. Muchos inocentes sufrirán daño, quizá morirán, o desaparecerán, pero también puede ser que vivan, que todos vivamos.
Dentro de poco, a las 00:00 horas según el meridiano de Greenwich, desafiaremos a Dios, cada uno al suyo.
Pecaremos. Vulneraremos este nuevo orden, y lo haremos con saña, de manera inequívoca, como un grito. A las doce en punto atacaremos, mutilaremos, violaremos, incendiaremos, saquearemos, mataremos. Todos a la vez. Dicen que lloverán las bombas. Y entonces veremos qué pasa. Seremos libres o nos iremos en el intento. A donde sea.

Se acerca la hora. Me despido de ti, mi improbable lector. Me voy con los míos. Hemos fortificado la casa y hemos acordado que tan sólo nos heriremos. Mi padre es médico y nos ha dicho dónde cortarnos sin poner en peligro nuestras vidas. Los niños se quedan fuera, por supuesto. Y después, no sabemos. Quizá haya que defenderse, y no tenemos mas que cuchillos, un palo de fregona afilado, cócteles molotov de fabricación casera que esperemos funcionen si llega el caso de tener que usarlos, y una vieja pistola de mi padre de cuando la mili, sin balas.
Adiós. Guardaré esta carta en una caja donde me temo que nunca lo encontrarás. Quizá esta historia, tu historia y la mía, también desaparezca por que ya no habrá nadie para leerla, o quizá vayamos a un lugar donde nos permitan empezar de nuevo, donde alarguemos la mano entre tinieblas para apagar la alarma del reloj y nos despertemos para vivir un nuevo e insignificante e imprescindible día de vida, y nada de esto habrá sucedido nunca…
Esto empieza... ahora.

13 de Julio, 2007

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